Dossier

Una experiencia laberíntica: de territorios, cuerpos e interacciones en prácticas y residencias de formación docente

A labyrinthine experience: of territories, bodies and interactions in teacher training internships and residencies

Celia Salit
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Una experiencia laberíntica: de territorios, cuerpos e interacciones en prácticas y residencias de formación docente

Espacios en Blanco. Revista de Educación, vol. 2, núm. 32, 2022

Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires

Recepción: 21 Febrero 2022

Aprobación: 08 Marzo 2022

Resumen: Se parte de recuperar una metáfora usada y conocida, por razones personales, profesionales y en vínculo con el “acontecimiento” pandemia y la suspensión de la presencialidad que obligó a incorporar modalidades pedagógicas telepresenciales y virtuales en 2020-2021. Ya hace tiempo que leímos de Ada Abraham acerca de la experiencia laberíntica de los docentes, sin embargo, amerita hoy volver sobre ella desde otro lugar. Tal vez porque las formas y las vivencias laberínticas son otras, porque las prácticas y residencias en la formación docente, tema en el que focaliza este Dossier, se vieron en estos casi dos años -y se encuentran aún en parte- especialmente enmarañadas en múltiples situaciones laberínticas. En este contexto, estar en la escuela”, “poner el cuerpo”, “encontrarnos cara a cara” entendemos, son expresiones paradigmáticas de algunas de las situaciones que docentes y residentes debimos resolver. Aluden a territorio/s, cuerpo/corporalidad, interacciones, tres conceptos entramados. En la “co-presencia”, prácticas docentes y de formación se desenvuelven un conjunto de disposiciones que, en tanto habituales nos permiten, en buena medida, asumir y adjudicar posiciones al interior del campo; que nos posibilitan el encuentro con otros, con los cuerpos de otros en un territorio que se comparte. Cuando se trata de entornos virtuales y telepresencialidad: ¿Qué nuevos territorios ocupamos y cómo? ¿De qué modo se expresa nuestra corporeidad? ¿Qué formas alternativas de interactuar habilitamos? Es nuestra intención compartir en este escrito, algunas experiencias y aportar algunas reflexiones al respecto en la idea de mostrar que los “enseñantes que se enquistan en uno de los callejones sin salida del laberinto, son una minoría”.

Palabras clave: residencia, laberinto, territorio, cuerpo, interacciones.

Abstract: The starting point is to recover a used and well-known metaphor, for personal and professional reasons and in connection with the pandemic "event" and the suspension of face-to-face teaching, which forced the incorporation of telepresential and virtual teaching modalities in 2020-2021. Some time ago, we read about the labyrinthine experience of teachers by Ada Abraham, however, it is worth returning to it today from another place. Perhaps because the labyrinthine forms and experiences are different, because the practices and residencies in teacher training, the subject on which this Dossier focuses, have been in these almost two years -and still are in part- especially entangled in multiple labyrinthine situations. In this context, "being at school", "putting the body", "meeting face to face" are, we understand, paradigmatic expressions of some of the situations that teachers and residents had to solve. They allude to territory/s, body/corporality, interactions, three interwoven concepts. In "co-presence", teaching and training practices unfold a set of dispositions that, as habitual, allow us, to a large extent, to assume and adjudicate positions within the field; that enable us to meet with others, with the bodies of others in a shared territory. When it comes to virtual environments and telepresence: What new territories do we occupy and how? In what way is our corporeality expressed? What alternative ways of interacting do we enable? It is our intention to share in this paper, some experiences and to contribute some reflections on the idea of showing that the "teachers who are stuck in one of the dead ends of the labyrinth, are a minority".

Keywords: residencie, labyrinth, territory, body, interactions.

Acerca del sentido del laberinto como metáfora



“Yo creo que, en la idea de laberinto, hay una idea de esperanza también”

Fuente: Borges, en Alifano (1986).

Aludir al laberinto como metáfora no es por cierto novedoso, ya que se trata de una misteriosa figura que ha acompañado a la humanidad durante gran parte de su historia. Confieso que la retomo inicialmente motivada por el recuerdo de una experiencia vital de mi infancia-adolescencia. Soy de una provincia, Córdoba, que tiene una ciudad, llamada “Los Cocos” donde, hace tiempo ya, se construyó “un laberinto de ligustrinos” para atraer turistas y que en mi memoria al menos es atrayente y atrapante. Me encantaba recorrerlo y vencer el miedo de no poder salir, saliendo.

Y no es extraño ya que la palabra laberinto, como señala Gil Vrolijk (2002), en su acepción inglesa deriva de maze, amaze; esto es asombrar, maravillar y en consecuencia se asocia a fascinación y magia. Hoy sé, siguiendo a Humberto Eco (1984), que, a diferencia del laberinto griego clásico, (también llamado “univiario” en el que nadie se pierde porque basta llegar al centro para encontrar la salida) dada su estructura arbórea con muchas ramificaciones y callejones sin salida, el laberinto de mi infancia clasifica como manierista. Estos laberintos se caracterizan, de nuevo recuperando a Eco, por el hecho que el ensayo-error es el sistema de transitar las distintas ramificaciones hasta encontrar el camino que corresponda a la salida y que obliga a volver permanentemente sobre nuestros pasos (Eco en Santarcangelli, 2002, p. 15) Tal vez, por eso lo más inquietante era perderse y realizar el recorrido.

La segunda de las razones que me impulsan a retomar la metáfora, se vincula con el orden profesional, que siempre es también personal. Durante muchos años leíamos -les leíamos a nuestros estudiantes- partes de un texto de Ada Abraham (1986) que bajo el sugerente título “El enseñante es también una persona”, aborda el vínculo entre la experiencia laberíntica y los docentes. En el capítulo que titula “El universo profesional del enseñante: un laberinto bien organizado” -a partir de reconocer que el laberinto no es sólo una referencia mitológica, sino que es un símbolo de las dificultades que los seres humanos en general enfrentamos ya que consiste en una búsqueda en la cual se juega nuestro destino- considera que también marca un recorrido que corresponde a las vivencias más actuales y más auténticas de los docentes. En efecto, nuestra práctica, afirma, es laberíntica y se tratará, entonces, de identificar sus contenidos, sus significaciones, los placeres que ella suscita y aventurarse a transitarla. Frente a la pregunta acerca de qué está hecho ese laberinto, alude entre otras cuestiones a las relaciones con el “sí mismo y los demás significantes”, a valores y sentimientos presentes en un nivel consciente y también a imágenes, deseos, tensiones, en un nivel inconsciente. A ello podríamos sumar que también está atravesado por mandatos y legados, normas, expectativas y representaciones.

En fin, tal vez lo más potente de la metáfora sea suponer que:

(…) la mente humana está más capacitada para pensar en laberintos que en su contrario con lo cual el laberinto sería una estructura arquetípica que refleja (o determina) nuestro modo humano de adaptarnos a la forma del mundo o de imponerle una en el caso que no la tenga o pretenda abarcarlas todas (Eco en Santarcangelli, 2002, pp. 14-15).

Ahora bien, si el carácter de simultaneidad, inmediatez, urgencia de las prácticas docentes nos enfrenta siempre a recorridos múltiples y diversos: ¿En qué laberintos quedamos atrapados los docentes? Responder la pregunta nos ubica en la necesidad de reconocer que no se trata de ninguna de las formas laberínticas hasta acá mencionadas y remite a una tercera tipología: el laberinto red o rizoma. Se trata de una “configuración abierta y dinámica” en la que todo se puede conectar entre sí; potencialmente infinita; sin centro ni periferia y donde existe el riesgo de perder la orientación (Neme y De La vega, 2021, p. 65). Estructura laberíntica que asimismo remite al “mundo online y los entornos virtuales” y que no es dato menor incluir dada la centralidad en la cual la suspensión de la presencialidad posicionó esas modalidades.

Así, en el contexto de excepcionalidad del acontecimiento cuando esas notas que, según señalamos, caracterizan las prácticas docentes, parecen haberse profundizado, se actualiza hoy la metáfora y la pregunta: ¿Cómo enfrentamos en el marco de prácticas y residencias en la formación docente nuestros propios laberintos y esos “laberintos- rizoma”, propios de las redes digitales?

“Estar en escuela”, “poner el cuerpo”, “encontrarnos cara a cara” entendemos, son expresiones paradigmáticas de algunas de las situaciones que docentes y residentes debimos resolver. Aluden respectivamente a territorio/s, cuerpo/corporalidad e interacciones; tres conceptos entramados: todo cuerpo se inscribe en un territorio y no hay cuerpo sin otros; cada cuerpo es en sí mismo parte de una red de interacciones.

En la “co-presencia” se desenvuelven un conjunto de disposiciones que, en tanto habituales nos permiten -en buena medida- asumir y adjudicar posiciones al interior del campo de la formación; que nos posibilitan el encuentro con otros, con los cuerpos de otros, en un territorio que se comparte. Cuando se trata de entornos virtuales y tele presencialidad: ¿Qué nuevos territorios ocupamos y cómo? ¿De qué modo se expresa nuestra corporeidad? ¿Qué formas alternativas de interactuar habilitamos? Es nuestra intención compartir en este escrito algunas experiencias y aportar algunas reflexiones al respecto.

Territorio/s

La necesidad del “estar ahí”, posibilidad inhibida en los dos últimos años, pareciera inherente a los procesos de práctica y residencia en la formación docente. En efecto, residir, en su sentido etimológico, no es otra cosa que sentarse en el lugar o dicho de otro modo convertir el espacio en lugar, valga la redundancia, donde “se reside”, es decir, en nuestro territorio.

Incursionaremos brevemente por algunos modos de significarlo, desde una visión que reconocemos acotada en tanto no aborda algunos de los debates centrales que la literatura especializada plantea1 y desde una resignificación que nos atrevemos a realizar a los fines de esta publicación.

Utilizamos la expresión territorio, a partir de aportes de López De Souza (2000) para referirnos a ese espacio concreto en sí que presenta algunos atributos naturales, otros socialmente construidos y que es apropiado, esto es, ocupado por un grupo social. Se trata de una ocupación que genera raíces e identidades de modo tal que “un grupo ya no puede ser comprendido sin su territorio, en el sentido de que la identidad sociocultural de las personas estaría ineludiblemente ligada a los atributos del espacio concreto” (p. 5). Complementariamente, siguiendo al mismo autor, lo entendemos como:

(…) un campo de fuerzas, una red o una red de relaciones sociales que, a la par de su complejidad interna, define al mismo tiempo un límite, una alteridad: la diferencia entre "nosotros" (el grupo, miembros de la colectividad o "comunidad", los insiders) y los “otros" (los de fuera, los extraños, los forasteros, los outsiders) (p. 7).

Es decir, que no se trata sólo de un marco delimitador, sino que las relaciones sociales ocurren en él, es su escenario. Dicho de otro modo, se expresan en territorialidad.

Algunos autores plantean una noción más amplia que suele indiferenciarse de la de espacio -las prácticas de la enseñanza- en tanto lo entienden como un conjunto de sistemas de objetos y sistemas de acciones. En esa dirección, Haesbaert (2013) admite que algunos autores conciben el espacio:

(…) como un conjunto de trayectorias y al hacerlo ponen en primer plano el movimiento, es decir, las trayectorias que se producen en y con el espacio, en un espacio que, de alguna manera, está siempre abierto (p. s/d).

Espacio que está muy lejos de poder considerarse "neutral", por el contrario, se trata siempre -afirma Gilberto Giménez (1996) de:

(…) un espacio valorizado sea instrumentalmente (como fuente de productos y de recursos económicos, por ejemplo) o culturalmente: como objeto de apego afectivo, como tierra natal, como espacio de inscripción de un pasado histórico o de una memoria colectiva, como símbolo de identidad socio territorial (Pellegrino, 1981, p. 99; Delaleu, 1981, p. 139, en Giménez, 1996).

En síntesis, desde una perspectiva que los especialistas caracterizan como culturalista el territorio es:

(…) producto de la apropiación y semantización del espacio, siendo dotado de significado y sentido; expresándose este proceso a través de símbolos con significado contextual y socio-histórico específico, siendo agenciado por un grupo social en un espacio determinado. El territorio es entonces, el espacio vivido y significado (…) se vincula con la construcción de identidad, a partir de lo cual, se pertenece, no se pertenece, se excluye, lo habitamos, lo guardamos; no solamente lo poseemos (Rincón García, 2012, p. 125).

En el caso que nos ocupa, se trata de un territorio que se conoce y sobre el cual se torna necesario poner en juego un proceso de desconocimiento; en términos de Pierre Bourdieu (1984) volver exótico aquello que nos resulta familiar para volver a conocerlo desde otra posición. Así, no en vano algunos colegas implementaban, con carácter propedéutico, proyectos que planteaban a los estudiantes “revisitar” la escuela de la infancia y la adolescencia para mirarla con otros ojos.

Imaginar modos que suplan la presencia in situ, formó parte del modo de no quedar atrapados en una situación que inicialmente nos paralizó.

¿Cuáles fueron las mediaciones que construimos? Partimos de plantearnos que si no podíamos ir a las instituciones ameritaba que de alguna manera ellas vinieran hacia nosotros. Dicho de otra forma: si no podíamos habitarlas, ¿cómo hacer para conocerlas y conocer los sujetos que las habitan? Para ello pensamos, junto a los colegas de la Cátedra de Residencia2, una secuencia de actividades que se iniciaba invitando a los residentes a pensar/imaginar qué creen que estaba sucediendo con las instituciones y los sujetos en este acontecimiento; representarlas, luego -corriéndose del lenguaje hablado- a partir de la imagen de un objeto que las simbolice; visionar después escenas y escenarios de escuelas y aulas pre pandemia, en pandemia y algunas post pandemia; escribir frases breves acerca de las instituciones y los sujetos que interactúan en ellas en la coyuntura, reconociendo lo común pero conscientes de que cada institución es única, que lo particular se singulariza, que problematiza, resuelve, vive a su manera las circunstancias. En esa secuencia los remitimos a la re-lectura de perspectivas teórico-metodológicas fértiles para el análisis de instituciones, que hubieran abordado en su trayecto formativo y, finalmente, cuando cada residente tuvo asignada la institución de residencia, les propusimos, reunidos en grupos por institución y meet mediante, que se imaginaran dirigirse a ellas, registrar el paisaje que media entre la propia casa y el edificio escolar, permanecer en los alrededores, visualizar movimientos de entrada y salida, sujetos e interacciones; cuerpos, rostros, sonidos, olores, suponer el ingreso a un aula y también imaginarse su estructura material y comunicacional; posteriormente visitar blogs, páginas web y reconocer trayectorias institucionales y de quienes gestionan, enseñan y aprenden. Apelamos a la posibilidad de entrevistar a docentes co-formadores y para ello acercamos luego algunas preguntas/pistas: ¿Cómo ponen en juego propuestas que aborden los conocimientos relevantes?, ¿cómo incluyen las tecnologías digitales con sentido pedagógico en las aulas y cómo las combinan hoy para enseñar? ¿Cómo se relacionan ellos con los objetos de conocimiento a transmitir y cómo producen esos saberes de la transmisión, en esos "otros espacios" y formatos? ¿Cuáles son los saberes que se disponen para las prácticas de la enseñanza en entornos virtuales? ¿Cuáles se demandan? Por último, pusimos a disposición informes de residentes de cursos anteriores y les solicitamos la elaboración de un texto breve que, a partir de recuperar el recorrido realizado y desde su propia construcción, dé cuenta de los alcances de un conocimiento acerca de unas instituciones y sus actores, producido desde una construcción mediada, sin haber ingresado a esos establecimientos ni entrado en contacto corporal, presencial, con los sujetos.

A pesar de todo, la pregunta acerca de qué representaciones arcaicamente internalizadas acerca del aula y la escuela -la propia aula y la propia escuela- se jugaron, sin posibilidad alguna de ser deconstruidas entre los residentes 2020/2021 que no pudieron poner sus pies y su mirada -salvo desde diversas mediaciones en el terreno-, se convierte en tema de indagación pendiente. Más aún, nos preguntamos: ¿Cuánto incidirá esto en sus modos de hacer y ser docentes?

Cuerpo-corporalidad

“Hay que poner el cuerpo”, “estar ahí al calor del juego, en el aula, con los y las estudiantes”, “vivir ese hacerse presente”, forman parte de las expresiones que, como ya señalamos, circulaban cotidianamente entre quienes orientamos procesos de prácticas y residencia. Es que como dice Mabel Moraña (2020) en rigor es imposible no contar con él, y reconocerlo en sus tres dimensiones: el lugar que ocupa en la sociedad; en cuanto “superficie territorio” en el que se inscriben indicios de identidad y como delimitación del espacio interior, es decir, como corporeización de nuestra subjetividad. En clave con ello, el autor afirma que el espacio es la coordenada de inscripción del cuerpo, su arraigo material y punto de origen de percepciones, cogniciones, actos y enunciados. Es decir, es desde cierto espacio material y simbólico; concreto y singular que los sujetos construyen aquello que Moraña caracteriza como “su composición de lugar”, esto es, su propia interpretación del espacio social, cultural y contingente que ocupa, tanto como aquellas circunstancias que lo rodean.

Sin embargo, con el transcurrir de los días, nos atrevimos a mutar las convicciones iniciales, en la pregunta: ¿Poner el cuerpo? ¿Es condición sine qua non?

En ese contexto, dos cuestiones de carácter irrenunciable para nosotros y difíciles de articular, surgieron simultáneamente en el debate con los colegas: la necesidad de encontrar modos para garantizar el cursado y la continuidad de la carrera de nuestros estudiantes, quienes en una gran mayoría, se reciben al completar el proceso de residencia (en aras de defensa de la inclusión) y, junto con ello, la convicción de la responsabilidad que nos cabe de implementar una propuesta significativa en términos formativos.

Y tuvimos que lidiar doblemente con la corporeidad: por un lado, al resignar la presencia física y, por el otro, con las nuevas conflictivas que produce poner el cuerpo en la virtualidad.

Para referir a la situación de presencialidad, tal vez baste decir por lo contundente de la expresión que los cuerpos se acompañan. En el espacio de la virtualidad, en cambio: ¿Se trata de relaciones con otros sin cuerpos visibles, de ausencia corporal en contacto con otra corporeidad que también de algún modo se invisibiliza? ¿Si el otro se construye en la relación nosotros otros-ellos, qué pasa en las relaciones virtuales? ¿Cómo leer los gestos, los rostros, las posturas corporales, más aún cuando se apaga o no se prende la cámara? ¿Cómo interpretar el silencio, los silencios, si estos forman parte de la modalidad, aún más con micrófonos, voces muteadas?

Es verdad como señala Mabel Moraña (2020), que los entornos virtuales habilitan comunicaciones masivas que se establecen a través del cuerpo, pero de un cuerpo mediado que funciona a partir de la interposición de elementos tecnológicos, modificantes del espacio y del tiempo, de las nociones de voz y de presencia; de la amistad y la realidad; de la identidad y de la otredad, donde además los procesos de verificación del hablante son difíciles de establecer. Entre otras razones, sostiene Roberto Igarza (2021), dado que las condiciones del software siguen regulando los intercambios; la presencia está representada por recuadros que muestran caras (o que permanecen en negro debido a razones diversas); las miradas no se encuentran, no es posible saber quién mira a quién ni qué expresa el gesto; los diálogos son «duros» porque la palabra tarda en llegar y las intervenciones deben ordenarse secuencialmente. En él, además la percepción y la autopercepción juegan un papel relevante para la construcción de sentidos de “cercanía, proximidad y tangibilidad”. Allí, el momento es casi lo único que cuenta; se trata de una modalidad donde las “figuras y materialidades” se ven alteradas por las “representaciones desespacializadas”.

Rediseñar nuestra propuesta de trabajo, diversificar opciones y crear alternativas que atendieran al mismo tiempo nuestras posibilidades, las de los propios practicantes, de las instituciones asociadas y los co-formadores, se tornó indispensable. De modo que iniciamos un proceso de “reinvención” del dispositivo formativo y de nosotros mismos, por cierto. Sin duda, decimos con los colegas, algunas preguntas nos interpelaban constantemente: ¿Será posible desarrollar la residencia cuando los procesos de enseñanza y de aprendizaje transcurren en “escuelas sin edificio”? ¿La presencialidad es condición sine qua non? ¿Podría pensarse en experiencias de residencias diversas en el contexto de suspensión de presencialidad y de reemplazo por propuestas -algunas aun incipientes- que oscilaban entre aula virtual, clases asincrónicas grabadas y clases sincrónicas desde distintas plataformas?

En ese contexto nos dirigimos a repensar el dispositivo e implementamos formas alternativas: en algunos casos, se optó por conformar subgrupos distribuidos por ciclos, modalidades o niveles para elaborar una propuesta contextuada y presentarla al tutor y a sus compañeros; en otros se generaron ateneos donde cada residente reelaboró un segmento de alguna de las clases previamente diseñadas bajo la consigna de construir una propuesta de intervención a ser desarrollada en un encuentro sincrónico con sus pares, profesores tutores y docentes co-formadores. Vivencia compartida que se configuró luego como “caso” objeto de análisis didáctico. En otras propuestas, la alternativa fue la elaboración de “cuadernillos de actividades didácticas” que reunían un importante conjunto de requisitos relativos a contenidos, actividades, recursos, consignas3.

A partir de estas primeras experiencias fortalecimos la idea que surgió de la iniciativa de uno de los profesores adjuntos de la Cátedra, y que nos costó mucho aceptar inicialmente, del “residente asistente” o, como nos gusta mucho más decir, la figura del residente como “acompañante colaborativo”. En esa dirección, nuestra propuesta viró, centralmente, hacia la idea de “una práctica participativa permanente” que permita que el/la residente/practicante vaya progresivamente diversificando acciones, asumiendo diferentes tareas inherentes a las prácticas docentes. Todo ello nos posibilitó ampliar la mirada acerca de las actividades que en el marco de la residencia se pueden desplegar y poner en juego un conjunto de procesos de intervención más holísticas desde los cuales acompañar solidariamente a los colegas co-formadores en los recorridos que la coyuntura les demandaba. De modo tal que nuestros residentes puedan participar en el rastreo, diseño, compilación de materiales para el desarrollo de contenidos específicos, apoyar en tareas vinculadas al aula virtual o a la clase sincrónica o co-coordinar el trabajo de los/las estudiantes en la presencialidad y en la virtualidad, entre otras tareas.

Derivado de ello comenzamos a reconocer que tal vez eran posibles, en el marco de lo adverso de la situación que los estudiantes se apropiaran de otros saberes tales como los vinculados al uso de las tecnologías con fines didácticos.

Al mismo tiempo fuimos experimentando nosotros mismos nuevas formas y posibilidades de enseñar que iban desde el uso del aula virtual, en la cual la escritura adquiere un lugar preponderante hasta la clase sincrónica, donde el vínculo se establece a través de dar y tomar la palabra.

Interacciones

Resulta fácilmente constatable que, si bien es innegable el valor de los rituales individuales, lo constante en la vida cotidiana de la escuela es la experiencia colectiva. En el encuentro con los otros los sujetos organizan sensaciones, percepciones; capitalizan aprendizajes y se legitiman enseñanzas. Más aún, algunos teóricos sostienen, incluso, que, en los procesos de enseñanza y aprendizaje de determinados contenidos, la implementación de ciertas metodologías, la propuesta de unas actividades o la utilización de algunos recursos, no son los procesos determinantes sino los que en verdad dirigen y condicionan son otros que permanecen, la mayoría de las veces, ocultos a una mirada ingenua que sólo atiende lo aparente, lo superficial. Se trata de toda una gama de estrategias de convivencia, de una serie de intercambios lingüísticos, metalingüísticos; silencios y redes de comunicación; malos entendidos del lenguaje, de lo dicho y lo no dicho; empatías y antipatías; tonos, miradas; juegos de poder; posiciones de autoridad; mecanismos de resistencia y negociación; actualización de historias personales y grupales; actitudes estereotipadas, relaciones de conocimiento mutuo, que operan como condicionantes de las posibilidades de enseñar y aprender.

La interactividad, el encuentro con el otro, es particularmente central en las llamadas “prácticas de oficio” como los son las de formación docente y evidentemente adquieren particular relevancia en el proceso de la residencia donde se juega de manera “más explícita, directa, continuada y personalizada”, la relación “maestro–discípulo” en tanto parte de su concreción se desarrolla en el marco del dispositivo tutorial. Dispositivo que parafraseando a Marie Claude Blais, Marcel Gauchet y Dominique Ottavi (2018) propone una suerte de proximidad existencial, de un encuentro intelectual que puede llegar a tomar un cariz íntimo.

Se trata de acompañar, esto es en términos de Lowrence Cornú (2017) una forma de compañía que hace al pase; de significaciones dialogadas y acciones deliberadas para “hacer compañía” que resultan de la inter-locución. Un acompañamiento, en fin, que:

(…) no se reduce a la entrega de una información o de una enseñanza práctica, a una transmisión en el sentido telegráfico del término, sino que consiste en exorcizar los afectos contrarios y en liberar aquellos que hacen avanzar, comenzando por el placer de pensar (Blais, Gauchet y Ottavi, 2018, p. 118).

En nuestras prácticas, ese acompañamiento incluye históricamente distintas instancias que van desde nuestra apuesta a “enseñar a enseñar enseñando” con el grupo clase total donde ponemos a disposición nuestro “modus operandis”, centralmente el particular modo en que ponemos en diálogo forma y contenido. Iniciamos luego el contacto personal con cada residente al que acompañamos a lo largo de toda su experiencia de residencia, lo cual implica participar en la inmersión en la institución asociada, asesorar en la elaboración de su propuesta personal de intervención, poner en juego la observación y registro de cada una de las clases que coordina; acompañar en los procesos reflexivos post-práctica.

El enorme desafío inicial en el vínculo con el residente fue crear, en este marco, el clima de empatía y confianza cognitiva necesario para acompañar y dejarse acompañar en el proceso. No poder sentarnos en un box de la Facultad o en algún café cerca del “Instituto” y percibir el registro del otro, las señas de su rostro, de su postura corporal; develar los significados de su gestualidad, de sus silencios; percibir sus dudas, sus temores, fue situación altamente movilizante para tutores y residentes. Entonces, insertos en condiciones de “sincronicidad si, co-presencia no”: ¿Cómo construir el vínculo tutorial? ¿Cómo, cuándo se requiere de relaciones más directas, continuadas y personalizadas que la enseñanza frontal? ¿Cómo, cuando el “habla” como herramienta de comunicación forma privilegiada de transmisión, intercambio y construcción de conocimientos es en parte sustituida por el “prodigioso poder de lo escrito y la imagen que constituyen la cultura de las pantallas”?

Si el acompañar en los procesos de formación se configura como parte clave de un acontecer iniciático en el cual actuamos como una suerte de “operadores del desplazamiento”, de conocedores del “lenguaje de la tribu” y frente a la premura de la circunstancia tuvimos que apropiarnos de otros lenguajes, de otros términos que remiten a otros procedimientos, otras formas de hacer, no cabría plantear como dicen Blais, Gauchet y Ottavi (2018), que pasamos de ser “iniciadores privilegiados” a necesitar iniciarnos cual neófitos en unas lógicas en principio ajenas a las internalizadas.

Y entonces, nuevamente tuvimos que construir “in situ”, caso por caso, atender a esa particular díada que se construye en el vínculo tutorial más que nunca y en ese entorno ejercer una fuerte vigilancia por el cuidado del otro de sus propios modos de recorrer las situaciones laberínticas. Situaciones en las cuales por momentos parecíamos quedar atrapados ambos. Tuvimos que recuperarnos, recomponernos, ya que como sostiene Ada Abraham (1986) sólo en los momentos en que los enseñantes se sienten seguros,

(…) pueden cobrar plena conciencia de la experiencia laberíntica, de su significación, de sus contenidos y de los placeres que ella suscita y sólo en esos momentos pueden descubrirla a los demás o aventurarse a analizarla (p. 25).

Desde nuestra trayectoria, entendemos que esto solo es posible en interacción con nuestros pares, al interior de nuestra “comunidad de prácticas”.

Confiamos junto a la autora, que los “enseñantes que se enquistan en uno de los callejones sin salida del laberinto, son una minoría”. De ello da cuenta lo que nosotros/as y otros colegas, hicimos: nos permitimos recorrer otros caminos, abrir otros senderos, puertas, derribar muros; encontrar bifurcaciones; Así, construimos redes, conexiones y enlaces, (por cierto, no sólo electrónicas); nos atrevimos a desestructurar y a desestructurar-nos; a confiar, como expresa el epígrafe, que siempre hay esperanza.

Sería auspicioso, recuperando nuevamente a Jorge Luis Borges (en Alifano, 1986) que los docentes de residencia (¿todos los docentes?) nos pasemos toda nuestra vida buscando las salidas de los laberintos, que nos demos cuenta que cuando logremos salir de uno de ellos estaremos circunscriptos a otros de mayor tamaño y así sucesivamente y advirtamos que de eso se trata, en definitiva, la vida, de encontrar las mejores maneras de salir de los laberintos que nos presenta.

Referencias Bibliográficas

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Blais, M. C., Gauchet, M. y Ottavi, D. (2018). Transmitir, aprender. Buenos Aires, Argentina: UNIPE.

Bourdieu, P. (1984). El oficio de sociólogo. Madrid, España: Siglo XXI Editores.

Cornú, L. (2017). Acompañar el oficio de hacer humanidad en Frigerio, G., Korinfeld, D. y Rodríguez, C. (Coords.). Trabajar en instituciones: los oficios del lazo. Buenos Aires, Argentina: Noveduc.

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Notas

1 Por ejemplo, las relaciones territorio-poder. Ver Haesbaert (2013).
2 Se trata de la Cátedra: “Seminario-Taller Práctica Docente y Residencia” de la FFyH, UNC. Córdoba. Argentina.
3 Se da cuenta brevemente en este apartado de algunas de las alternativas diseñadas por los y las colegas que conforman el equipo de la Cátedra que la autora coordina.
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