Dossier

Los afectos y las emociones en el campo educativo. Más allá de las “pedagogías de”

Affects and emotions in the educational field. Beyond the “pedagogies of”

Ana Abramowski
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Argentina

Los afectos y las emociones en el campo educativo. Más allá de las “pedagogías de”

Espacios en blanco. Serie indagaciones, vol. 1, núm. 34, pp. 31-47, 2024

Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires

Recepción: 10 Noviembre 2023

Aprobación: 16 Noviembre 2023

Resumen: En los últimos veinte años, en las ciencias sociales y las humanidades han tomado fuerza los estudios sobre los afectos y las emociones. Esto ocurre en el marco del llamado “boom emocional” que, en el campo educativo, conduce a asociar a la “buena” pedagogía con aquella que “se ocupa” de los afectos y las emociones. Este artículo explora cómo se están usando, en el campo educativo, algunos conceptos producidos desde las perspectivas socio-antropológicas de las emociones y las teorías del afecto. El foco está puesto en indagar qué ocurre cuando las conceptualizaciones sobre afectos y emociones son leídas bajo el prisma de unas inquietudes de índole educativa. Luego de repasar los puntos más sobresalientes de estos enfoques teóricos y de revisar algunas críticas formuladas hacia los mismos, se proponen reflexiones sobre la posibilidad de formular “pedagogías de” afectos y emociones.

Palabras clave: afecto, emoción, pedagogía, teorías del afecto, sociología de las emociones.

Abstract: In the last twenty years, the studies on affects and emotions have gained strength in the social sciences and humanities. This occurs within the context of the so-called “emotional boom” that, in the educational field, leads to associating “good” pedagogy with that which “deals” with affects and emotions. This article explores how some concepts produced from the socio-anthropological perspectives of emotions and from the affect theory are being used in the educational field. The focus is on investigating what happens when conceptualizations about affects and emotions are read through the prism of educational concerns. After reviewing the most salient points of these theoretical approaches and reviewing some criticisms formulated towards them, reflections are proposed on the possibility of formulating “pedagogies of” affects and emotions.

Keywords: affect, emotion, pedagogy, affect theory, sociology of emotions.

INTRODUCCIÓN

No es sin afectos y emociones que sucede educación. Momentos de alegría, situaciones que generan miedo, vergüenza o enojo, actividades que producen aburrimiento y otras que entusiasman, así como múltiples sensaciones difíciles de poner en palabras, tanto intensas como fugaces, ocurren mientras se enseña y se aprende en contextos escolares. Pero la simpleza de esta afirmación -no es sin afectos y emociones que sucede educación- se desdibuja de inmediato cuando esos afectos y esas emociones que suceden mientras ocurre la educación se inscriben en coordenadas precisas y se convierten en objeto de indagación.

En los últimos veinte años, en las ciencias sociales y las humanidades han tomado fuerza los estudios sobre los afectos y las emociones. No es menor señalar que este empuje dentro del campo de la investigación se da en paralelo al “boom emocional” que se propaga en diversos ámbitos de la vida social, como la economía, la política, la salud, los medios de comunicación, el trabajo, entre otros. De este modo, en nombre de la revalorización de una variable que habría estado desatendida detrás de la hegemonía de lo racional, estamos atravesando una emocionalización de lo social (Illouz, 2019).

En este contexto, en el campo educativo se alzan cada vez más voces que asocian a la “buena” pedagogía con aquella que se ocupa de los afectos y las emociones. Pero este “ocuparse” de lo afectivo/emocional no es obvio ni evidente y se ha convertido en un terreno de disputas. En este sentido, perspectivas de diverso signo, y con mayor o menor impacto en la agenda de la política educativa actual, pujan por torcer los significados asociados a lo afectivo/emocional. Por un lado, avanzan de manera sostenida, tanto en Argentina como a escala global, las propuestas de educación emocional o desarrollo de habilidades socio-emocionales1. Por otro lado, enfoques que se nutren de tradiciones crítico-pedagógicas también pelean por dotar de significación a esta variable en el terreno escolar (Sorondo y Abramowski, en prensa).

¿Qué se entiende por emociones? ¿Qué se entiende por afectos? ¿Son educables? ¿Su estudio contribuye a la comprensión de los fenómenos educativos? ¿Por qué esta dimensión habría asumido un lugar central en los enunciados acerca de las “buenas” prácticas educativas? ¿Puede lo afectivo/emocional integrarse a la planificación didáctica y/o convertirse en una pedagogía?

Para responder estos interrogantes, en este artículo voy a explorar cómo ha sido el acercamiento del campo educativo a los estudios sobre afectos y emociones. En particular, busco indagar cómo se están usando, en la investigación en educación, algunos conceptos producidos desde las perspectivas socio-antropológicas de las emociones y las teorías del afecto (affect theory). Importa aclarar que estos dos enfoques tienen en común la toma de distancia respecto de los abordajes psicológicos sobre la vida emocional, que consideran que el sentir se origina en la interioridad individual y se expresa hacia afuera -modelo que Sara Ahmed (2017) denomina “inside out”-. Como señala Eva Illouz, el análisis “no psicológico” de las emociones resulta urgente en una época como la actual, en la que las personas están impulsadas a “convertir su interioridad en el único plano de existencia que se siente real”, erigiéndose “la autonomía, la libertad y el placer”, como “lineamientos” para guiar la vida (Illouz, 2021, p. 14).

En este artículo me interesa pensar qué ocurre cuando las conceptualizaciones sobre afectos y emociones son leídas bajo el prisma de unas inquietudes de índole educativa. Esta cuestión no es menor, dado que en el corazón de la producción teórica sobre afectos y emociones no anida la pregunta por la educación, con sus intencionalidades y sus preocupaciones. Dicho de otro modo, la teorización sobre lo afectivo/emocional, a diferencia de la pedagógica, no tiene en el horizonte la voluntad de intervenir sobre la realidad ni la necesidad de brindar orientaciones prácticas. Entonces, ante estas demandas del campo educativo, los/as pedagogos/as producen giros y ajustes que merecen ser pensados.

La organización del escrito es la siguiente. En primer término, voy a presentar algunas conceptualizaciones producidas desde las perspectivas socio-antropológicas y cómo han sido leídas y apropiadas por especialistas en educación. En un segundo momento, haré un recorrido similar por las teorías del afecto. En tercer lugar, voy a presentar una serie de críticas hacia ambos enfoques, centrándome en las que recaen sobre las teorías del afecto, que tienen consecuencias singulares en el campo educativo. Finalmente, me interesa reflexionar sobre las tentativas de formular “pedagogías de”, en este caso, afectos y emociones.

LAS PERSPECTIVAS SOCIO-ANTROPOLÓGICAS DE LAS EMOCIONES Y SU MIRADA DEL AULA

En este apartado, en primer término, busco sintetizar los aspectos más sobresalientes de las perspectivas socio-antropológicas, haciendo foco en algunas de las categorías propuestas para estudiar lo emocional2. En una segunda instancia presento, de manera resumida, algunas lecturas y apropiaciones conceptuales realizadas desde el campo de la educación. Me interesa pensar en qué medida, de la mano de estas nociones sobre lo emocional, el discurso pedagógico avanza en la comprensión del hecho educativo.

En primer término, es importante señalar que las perspectivas socio-antropológicas discuten con las posiciones naturalistas que hacen pie en lo fisiológico e innato y que defienden el carácter universal de las emociones. También toman distancia de la consideración de la emoción como un fenómeno exclusivamente psicológico, interior e individual. Y, además, cuestionan el doble filo de las definiciones estáticas que Occidente otorgó a la emoción, tanto la versión devaluada -motivada por su identificación con lo irracional, lo indómito o lo peligroso-, pero también la sobrevalorada -a partir de su congelamiento como lo natural, puro y honesto- (Lutz, 1986).

Un aspecto central de los enfoques socio-antropológicos es su concepción de la emoción como un fenómeno socio-cultural inscrito en coordenadas temporales y espaciales precisas. Sin perder de vista lo antedicho, la emoción puede ser definida como una experiencia, discreta y situada, que combina manifestaciones corporales, expresiones gestuales y valoraciones realizadas a través de categorías culturales internalizadas. La emoción es, a la vez, lo que es “sentido” corporalmente, pero también lo interpretado y conceptualizado (Luna Zamora, 2002). En palabras de Eva Illouz, en la emoción se fusiona, de manera inseparable, “cognición, afecto, evaluación, motivación y el cuerpo” (2007, p. 15), y esta imbricación le confiere ese carácter “pre-reflexivo y a menudo semiconsciente” (2007, p. 16). Es decir, si bien estas perspectivas destacan el plano cognitivo-consciente de la emoción, pues hacen foco en la significación de las experiencias del sentir, también reconocen la presencia de fuerzas no conscientes y de aspectos vivenciados pero no del todo significados.

En otras palabras, las emociones son “conceptualizaciones encarnadas del afecto”, posibles gracias a la disponibilidad de etiquetas culturales. Tienen propósitos comunicativos, son fundamentales para la interacción y son un impulso motivacional para la acción (von Scheve y Slaby, 2019). En este punto, vale destacar el carácter relacional de las emociones, dado que se producen en el encuentro del “yo” con el mundo (Ahmed, 2017), pero también, vinculan al “yo” con el entorno y con los/as otros/as.

Desde estas perspectivas, las emociones pueden identificarse en el nivel del “discurso”, dado que se categorizan, se interpretan, se evalúan en términos sociales y culturales. Pero también se “encarnan”, pues están corporizadas en percepciones, reacciones y expresiones corporales. Y, por último, se presentan al nivel de la “práctica”, pues “moldean y son moldeadas” por hábitos, comportamientos y maneras de actuar e interactuar (von Poser, Heyken, Ta y Hahn, 2019, p. 243).

Estos enfoques remarcan que es central situar y contextualizar las experiencias emocionales, dado que “los sentimientos adquieren su significado y su carácter total sólo en relación con un tiempo y un lugar del mundo específicos” (Hochschild, 2011, p. 121). No es menor resaltar, además, que las emociones no son ajenas a las posiciones ocupadas por los individuos, en función de la estratificación social, las jerarquías y las relaciones de poder. En este sentido, vivimos en un mundo en el que algunas personas tienen significativamente más limitaciones u oportunidades emocionales que otras (Gross, 2006, citado en Chokr, 2007, p. 387).

Hochschild (2011) -una de las principales referentes de la sociología de las emociones- plantea que las personas “elaboran” o “manejan” sus sentimientos a partir de reglas socialmente compartidas que denomina “reglas del sentimiento”. Estas pautas, de carácter latente, indican “cómo queremos tratar de sentir” (p. 144), lo que evidencia su dimensión normativa. Las reglas del sentimiento dan información acerca de lo correcto y lo incorrecto: señalan qué emociones son sancionables y deben ser aplacadas, así como cuáles son aceptables y deben ser promovidas, siempre teniendo en cuenta variables contextuales. Asimismo, existen reglas de la expresión emocional que inciden en las maneras de mostrar y comunicar lo que sentimos. Además, Hochschild (2003) propone el concepto de “trabajo emocional” para analizar cómo ciertos empleos solicitan que los/as trabajadores/as realicen una profunda tarea de supresión e inhibición, pero también de incitación e inducción, de determinadas emociones para provocar estados emocionales en otras personas.

Un concepto que puede incluirse en esta perspectiva es el de “repertorios de emociones”. Se trata de herramientas que guían la acción, ofrecen significados y permiten a las personas moverse en diferentes situaciones. Son considerados duraderos, viables y relacionales, dado que los individuos recurren constantemente a ellos para organizar sus experiencias y encarar interacciones con el entorno (von Poser et al., 2019). Vale agregar que tanto las “reglas del sentimiento” (Hochschild, 2011) como los “repertorios emocionales” (von Poser et al., 2019) funcionan como patrones que permiten codificar las experiencias sentidas. Son durables, pero también maleables y dinámicos, dado que están expuestos constantemente a cambios sociales.

Aunque sociólogos/as y antropólogos/as de las emociones no profundicen en el tópico educativo, la preeminencia de la lectura cultural de los fenómenos emocionales y el foco en los procesos de significación permiten, sin rodeos, asumir su educabilidad. En efecto, estos/as autores/as enfatizan que tanto las reglas del sentimiento como los repertorios emocionales son adquiridos, es decir, se van interiorizando (aprendiendo) de manera implícita en las interacciones cotidianas y rutinas, esto es, en los procesos de socialización (Hochschild, 2011; von Poser et al., 2019).

Pero también, reglas y repertorios se transmiten de manera intencional, con propósitos expresos. Birgitt Röttger-Rössler (2019) propone el concepto de “formación de sentimientos” (Gefühlsbildung) para analizar cómo se van dando los procesos explícitos de adquisición, estabilización y transformación de repertorios y reglas emocionales. Frente a la posibilidad de generar nuevos repertorios, Röttger-Rössler sostiene que la formación de sentimientos siempre está atravesada por fricciones y tensiones, pues la divergencia entre las experiencias individuales y grupales y las estructuras socio-culturales genera, inevitablemente, “disonancias afectivas” (p. 71).

Siguiendo, entonces, las perspectivas socio-antropológicas se podría decir que en cada aula y en cada contexto escolar particular, docentes y estudiantes pondrán en juego reglas del sentimiento y repertorios emocionales adquiridos en las interacciones diarias y en la socialización cotidiana. Pero no sólo eso. Se podría decir, además, que en las aulas se transmiten, se refuerzan, pero también se desafían las reglas y los repertorios, atendiendo al papel de las tensiones y fricciones. Dado que, como ya se señaló, estas perspectivas asumen el carácter “no natural” del mundo emocional, así como su inscripción en relaciones de poder, se contempla la posibilidad de su variación y, más aún, la pelea por su transformación.

En las escuelas, la educación de las emociones sucederá en un entramado de discursos, argumentos y prácticas corporales, atravesadas por la voluntad y la intención, pero también puestas en juego de manera no consciente. Y esto vale tanto para la transmisión y el refuerzo de maneras de sentir consideradas como socio-culturalmente correctas, pero también para su desafío y subversión. En relación con esto último, los enfoques socio-antropológicos habilitan la formulación de pedagogías que apunten a cuestionar y desnaturalizar reglas emocionales que muchas veces se presentan corporizadas y no articuladas verbalmente. Es decir, proponen que los/as estudiantes interroguen por qué sienten determinadas emociones y no otras, y si podrían darse diferentes alternativas (Zembylas, 2019).

En la investigación educativa no son pocos los estudios que acuden a los conceptos producidos desde las perspectivas socio-antropológicas. Por ejemplo, Ken Winograd (2003) tomó elementos de la autoetnografía para indagar la dimensión emocional de la enseñanza. El diario que fue escribiendo a partir de su trabajo como maestro de escuela primaria en Estados Unidos le permitió identificar el “trabajo emocional” (Hochschild, 2003) requerido por el magisterio. En su análisis, Winograd (2003) describe sus propias estrategias de “actuación profunda”. Por un lado, plantea que su accionar como docente le solicitaba sonreír, gesticular, modular su voz, caminar alrededor del aula, es decir, realizar una suerte de manipulación física de su cuerpo. Por otra parte, manifiesta que recurría a la “auto-exhortación”, es decir, hablaba consigo mismo e intentaba persuadirse para ajustar su sentir a las maneras apropiadas. En este sentido, permanentemente se hacía replanteos respecto de su tarea, intentando tratar de sentir lo que, se supone, debía sentir. A continuación, dos notas de campo que ejemplifican lo antedicho:

Perdí la calma por aproximadamente cinco minutos y me sentí culpable por ello. No quiero tratar a los estudiantes de esta manera. Tengo otras estrategias para lidiar con el caos, pero por alguna razón, dejé que la ira se apoderara de mí. Sé que algunos docentes aplaudirían el uso ocasional del enojo explícito para controlar a los/as alumnos/as. No estoy de acuerdo. (…) (3 de marzo de 1999). (Winograd, 2003, p. 1654).

En este preciso momento no estoy seguro de si tengo el “conocimiento” disposicional para ser un maestro. Cuando las personas me ven en la escuela o en la ciudad, generalmente me preguntan algo así como: “¿te encanta? ¿no te encanta estar con niños/as?” En este preciso momento, “no me encanta” ni quiero ir a trabajar. Ahora mismo, es demasiado difícil. (16 de septiembre de 1998) (Winograd, 2003, p. 1656).

Las reglas emocionales de la docencia no necesariamente se enseñan de manera formal, pero se van configurando en el trabajo cotidiano y forman parte de la cultura general de la docencia. En su investigación, Winograd (2003) identifica las siguientes cinco reglas:

1) los/as maestros/as tienen cariño e incluso amor por sus estudiantes, 2) los/as maestros/as tienen entusiasmo e incluso pasión por la materia que enseñan y muestran entusiasmo por los/as estudiantes, 3) los/as maestros/as evitan abiertamente el despliegue de emociones extremas especialmente la ira y otras emociones oscuras. Ellos/as mantienen la calma y tienden a evitar muestras de alegría y tristeza, 4) los/as maestros/as aman su trabajo, 5) los/as maestros/as tienen sentido del humor y ríen ante sus propios errores, así como ante los pequeños pecados de los/as estudiantes (p. 1652).

Por otra parte, Winograd se detiene a reflexionar sobre el destino de las “emociones oscuras” -tales como la vergüenza, el enojo, el miedo o la ansiedad- surgidas ante dificultades cotidianas de la tarea docente. Plantea que, la mayoría de las veces, estas emociones generan autoincriminación o quejas, se sienten como “inadecuadas” y se experimentan en soledad. El autor sostiene que este hecho expresa patrones de conducta vinculados a una cultura de trabajo en “aislamiento” y a la pasividad política. Estas reglas emocionales de la docencia ubican a las dificultades como asuntos individuales y aislados, y les quitan peso a las condiciones estructurales. En este sentido, reflejan patrones históricos que inhiben a los/as maestros/as de usar sus emociones como vehículos para la acción.

Sin temor a caer en generalizaciones, podríamos sostener que las tradiciones educativas críticas son las que más cómodas se sienten con los enfoques socio-antropológicos; es decir, con identificar entramados de poder y jerarquías en torno a lo emocional, con encontrar correlaciones entre ciertas emociones y ciertos contextos, o con analizar los condicionantes socio-culturales del sentir. Asimismo, una noción de emoción que enfatiza el componente cognitivo-consciente, la significación y el carácter situado del sentir se ensambla muy bien con las propuestas de desnaturalización, de hacer visibles mecanismos latentes, así como con el cuestionamiento de prescripciones y normatividades, operaciones habituales en la investigación educativa crítica. En alguna medida, podría pensarse que los/as académicos/as que recurren a estos enfoques conceptuales sobre las emociones apelan a métodos y razonamientos conocidos, pero usando un contenido diferente: el emocional.

LAS TEORÍAS DEL AFECTO Y SU MIRADA DEL AULA

Desde fines del siglo XX, pero sobre todo en los albores del siglo XXI, tomó fuerza el llamado “giro afectivo” y el desarrollo de las teorías del afecto (affect theory)3. En este apartado me interesa, en primer lugar, presentar de manera muy resumida cómo este enfoque ha conceptualizado el afecto. En una segunda instancia, voy a dar cuenta de algunas lecturas e interpretaciones de las teorías del afecto realizadas desde el campo educativo. En este punto voy a remarcar ciertos ajustes conceptuales realizados desde el campo pedagógico.

A partir de relecturas de Baruch Spinoza impulsadas por Gilles Deleuze y retomadas por Brian Massumi (2002), el afecto se entiende como una intensidad o una fuerza que aumenta o debilita la capacidad (o potencia) corporal de actuar, esto es, de afectar y ser afectado. El afecto, desde esta óptica, es no-consciente, pre-personal, pre-lingüístico, no estructurado, inespecífico, sin dirección fija y emerge del encuentro, el contacto y la conexión entre cuerpos (humanos y no humanos). Por lo antedicho, al afecto se le asigna autonomía respecto de la intencionalidad y la cognición. Desde esta perspectiva, el afecto se transforma en emoción -es decir, en un sentir personal, subjetivo, consciente, narrado, significado- cuando se captura, reconoce y codifica a partir de símbolos y categorizaciones culturales disponibles. Pero la instancia de significación, a través de las emociones, será siempre precaria, pues quedarán restos indómitos y resistentes, una suerte de “escape del afecto” (Gould, 2009; Solana, 2020). Por otra parte, si bien Massumi no propone una jerarquización entre el afecto y la emoción (dado que sostiene que son conceptos que tienen una relación de resonancia y no de oposición), cuando las categorías entran en juego, lo emocional suele describirse desde “la retórica negativa de la captura, la domesticación y la reducción” (Solana, 2020, p. 33).

La noción de afecto como una instancia prácticamente imperceptible e irrepresentable -motivo por el cual también se denomina “no representacional” (Gammerl, Hutta y Scheer, 2017; Ott, 2017)- no es adoptada de manera unánime. Hay académicos/as que consideran al afecto como fuerzas e intensidades escasamente articuladas, que no se agotan en las tipificaciones propias del abanico de las emociones (como el miedo, la ira, la felicidad, la tristeza, la envidia, etc.), pero que, de alguna manera aunque no totalmente, son percibidas por los sujetos (Slaby, 2019).

Las teorías del afecto se centran en las dinámicas relacionales y toman distancia de las perspectivas psicológicas que hacen foco en los estados mentales individuales (Schuetze, 2021; Slaby, 2019; Slaby y Mühlhoff, 2019). El afecto no es una sustancia o algo que tenemos. En palabras de Ben Anderson, “no existe tal cosa como el afecto ‘en sí mismo’” (citado en Zembylas, 2022, p. 558). En este sentido, el afecto no “preexiste” a las prácticas, sino que se constituye en la dinámica de relaciones entre individuos y con objetos, en situaciones planteadas bajo el dominio de lo social, cuya significación puede escapar, en parte o incluso totalmente, a “la captura de la conciencia reflexiva” (Slaby, 2019, p. 61). Slaby aclara que no se trata de pensar que entidades ya constituidas entran en una relación afectiva, sino de sostener que el afecto es “ontológicamente relacional”, y que todo el fenómeno afectivo se produce y se realiza en la interacción (p. 66). Este filósofo plantea, además, que los individuos inmersos en estas relaciones experimentan el afecto de diversas maneras, aunque esta “dimensión sentida” no agote el fenómeno (p. 66). El afecto también es considerado como un sustrato o como una suerte de “pegamento” que conecta distintos elementos (Schuetze, 2021).

Desde las teorías del afecto no se ha priorizado la reflexión sobre la cuestión educativa. Si tomamos la conceptualización “no representacional” que deriva de las ideas de Massumi (2002), es decir, la idea del afecto como fuerza e intensidad pre-consciente, pre-lingüística, sin dirección fija e indeterminada, no habría demasiado lugar para pensar al afecto como educable; es decir, formable. Y tampoco tendría demasiado sentido recorrer esa vía de indagación. Por un lado, el carácter no intencional del afecto no permitiría que este fuera impulsado, anticipada y voluntariamente, a través de una acción educativa concreta. Por otro lado, su carácter pre-consciente y pre-lingüístico no permitiría constatar la eficacia de una intervención de ese orden.

No obstante, en el campo educativo existen académicos/as que han sumado a sus reflexiones los conceptos producidos desde las teorías del afecto. En estos casos, la pregunta por la educabilidad de los afectos, en principio, no sería la más indicada. Es decir, a primera vista, el foco principal no estaría en indagar qué le podría hacer la educación voluntariamente al afecto, sino, inversamente, qué le podría hacer el afecto (en cuanto fuerza e intensidad) a la educación. En este sentido, Nathan Snaza (2020) sostiene que las aulas no son sólo espacios donde se comparten y debaten ideas; “son sitios donde los afectos emergen, circulan y entran en conflicto” (p. 113). Y agrega que el encuentro pedagógico es, “en el nivel afectivo de la situación, incognoscible e impredecible” (p. 113), lo que abonaría la imposibilidad de su planificación anticipada. Pero dice algo más. Desde su punto de vista, “la sintonía afectiva de los estudiantes con el espacio, con los otros cuerpos humanos y con las historias que se materializan en el aula moldea lo que sienten de maneras que determinan cómo pueden escuchar, responder y participar” (p. 116).

Schultz, Kumm, Legg y Rose (2022) también dan un estatuto crucial al afecto en las prácticas educativas. Siguiendo la distinción conceptual entre afectos y emociones sugerida por Massumi, consideran al afecto como una “fuerza” producida en el “encuentro” educativo que debe ser “extendida” antes que aprisionada o barrida detrás de las convenciones emocionales. “Tales pasos en falso pueden sofocar la vitalidad de la respuesta corporal vivida y la posibilidad de avanzar hacia un compromiso transformador que, creemos, ocurre en el nivel del afecto” (p. 84). En este sentido, proponen la implicación en el terreno de los afectos para “facilitar experiencias de aprendizaje transformadoras que vayan más allá del recuerdo cognitivo de hechos” (p. 85).

Si bien los/as pedagogos/as que recurren a las teorías del afecto intentan, en principio, ser fieles a sus postulados originales y plantear que el afecto emerge más allá de la voluntad de los sujetos, más temprano que tarde terminan otorgándole a la figura docente algún tipo de incidencia: ya sea generando un encuentro o evitando sofocar el afecto producido en el aula o buscando extender sus alcances.

El aterrizaje del afecto al universo de lo planeable y orquestable aparece con claridad en un artículo de Michalinos Zembylas sobre la enseñanza de la democracia. Dado que el autor considera que la democracia no puede ser sólo “un conjunto de ideas teóricas enseñadas en el aula” (2022, p. 566), que se trata de un tópico que requiere ser vivido, practicado y sentido porque los/as estudiantes deberían, ante todo, “sentir apego por los valores democráticos” (p. 566), se pregunta: “¿De qué manera el plan de estudios, la pedagogía, la organización del aula y los materiales utilizados crean capacidades para que estudiantes y docentes ‘sientan’ ciertos valores democráticos?” (p. 561). Recurriendo a ciertos autores que, sin desestimar el carácter ambiguo, fugaz y vago de las atmósferas afectivas, plantean la posibilidad de su “puesta en escena”, Zembylas propone la orquestación de “atmósferas afectivas democráticas”. Sostiene que no se trata de planear “el sentir” de los/as estudiantes, sino de atender a ciertas condiciones materiales, espaciales, temporales que harían de sostén de la enseñanza y generarían un tipo de atmósfera peculiar. Agrega, además, que las atmósferas no pueden ser controladas de manera inequívoca y que su puesta en escena no garantiza que generen los afectos deseados.

Resulta oportuno destacar que tanto Schultz et al. (2022) como Zembylas (2022) plantean relaciones estrechas entre el afecto (la turbulencia de los encuentros, las vivencias corporales, las atmósferas habitadas) y la posibilidad de alcanzar aprendizajes “buenos”, valiosos, profundos, transformadores. Y Snaza (2020) ubica al “sentir” como determinante de la capacidad de escucha o de la disposición a responder en un aula. Además, en sus argumentaciones, al dotar de valor al afecto deslizan el carácter insuficiente del “recuerdo cognitivo”, de las “ideas teóricas” o de los “debates”.

Quien se sitúa en la investigación educativa desde las coordenadas de los estudios del afecto, en particular, retomando las ideas de Spinoza, es Megan Watkins. Su interés por indagar cómo la enseñanza (es decir, la intervención pedagógica) contribuye a generar disposiciones para el aprendizaje la condujo a teorizar sobre lo que llamó “afecto pedagógico”, entendido como “las maneras en que las diferentes prácticas pedagógicas poseen diferentes afectos que a su vez afectan el aprendizaje” (Watkins, 2019, p. 34). En una investigación de tipo etnográfica, basada en observaciones y entrevistas, Watkins describe lo sucedido en una clase de inglés a cargo de la maestra Merilee:

Cuando terminaron, [Merilee] les pidió a varios estudiantes que leyeran sus descripciones en voz alta. El primero en hacerlo fue un niño llamado Adrián que produjo un pasaje maravillosamente descriptivo y, después de leerlo en voz alta, fue aplaudido espontáneamente por sus compañeros. En respuesta, Adrián sonreía radiante. Fue un momento emocionante, no sólo para Adrián, sino para todos los presentes que juntos disfrutaron de su éxito.

Como observadora experimenté una emoción similar, atrapada en la alegría del momento y consciente de que algo significativo había sucedido. El exceso de afecto era palpable. La habitación estaba alborozada. Aunque de corta duración, este momento tuvo un efecto duradero; es una situación que he revivido varias veces. Para mí fue un momento de conciencia, de que algo efímero hecho tangible podía ser objeto de una investigación que, capturado en el tiempo como kairos, permitía un conocimiento particular. Me hizo tomar conciencia de las relaciones pedagógicas entre el profesor y el alumno y los alumnos en su conjunto, y de una especie de tejido conectivo, una interafectividad que fluye y refluye en el interior del aula (p. 36).

A Watkins le importa destacar el papel de la intervención docente en la producción de afecto en las aulas, un afecto que no es meramente un sentir individual sino un estado compartido, resultante de la dinámica relacional. En este sentido, la pedagoga recalca las condiciones que hicieron posible lo que llama “momento de afecto pedagógico”, pues destaca “el andamiaje implementado por Merilee, las innumerables actividades y refuerzos que lo precedieron” (2019, p. 36). Vale decir que, más adelante, Watkins aclara que no todas las aulas tienen afectos “tan positivos y habilitantes” (p. 36).

Como puede observarse, en el campo educativo encontramos apropiaciones de las teorías del afecto que toman a medias la perspectiva “no representacional”, dado que dan a entender que puede intervenirse intencionalmente en la producción de afecto; esto es, que el afecto puede ser orquestado por la figura docente a partir de disponer una serie de condiciones. Pero es interesante hacer notar que, al mismo tiempo, mantienen la idea de la “autonomía” del afecto, al sugerir que intensidades y fuerzas no significadas (no atrapadas en convenciones emocionales), que suceden en el plano de la vivencia, corporizadas (y no necesariamente registradas en términos cognitivos), empujan hacia aprendizajes valiosos y tienen un impacto mayor, más profundo, más duradero, que el orden de lo cognitivo y discursivo.

MIRADAS CRÍTICAS HACIA AMBOS ENFOQUES

A continuación, voy a presentar algunas críticas formuladas hacia las perspectivas socio-antropológicas sobre las emociones, y, posteriormente, me detendré en una serie de cuestionamientos dirigidos hacia las teorías del afecto. Como se verá, se trata de críticas muy generales que examinan, sobre todo, cómo se van desenvolviendo los corpus teóricos a medida que avanza su uso y su circulación. Teniendo en cuenta que el campo educativo participa de estos usos, la atención a estas críticas cobra particular relevancia.

Un cuestionamiento que recibe el enfoque socio-antropológico, “basado en reglas”, es que su foco en el poder, en las convenciones y rutinas, es decir, en las “gramáticas emocionales”, invita a pensar en la reproducción de las estructuras y presta poca atención a las rupturas y a la emergencia de maneras de “sentir diferente” (Gammerl et al., 2017, p. 88). Dicho de otro modo, la comprensión de lo emocional se diluiría en el carácter determinante de la cultura y el contexto, y se desdibujaría (o se apresaría demasiado rápido en categorías ya conocidas) la experiencia singular del yo sintiente. En este sentido, la desnaturalización, tratándose de emociones, tendría como efecto una suerte de desencantamiento respecto del sentir, pues las personas ya no estarían “simplemente sintiendo algo” sino asumiendo normatividades emocionales culturalmente situadas. Por lo antedicho, las perspectivas socio-antropológicas podrían dejar gusto a poco, al encajar con demasiada prolijidad una variable que nos había prometido aportar alguna particularidad diferencial a la comprensión de los fenómenos sociales.

Por otra parte, las teorías del afecto han recibido no pocas críticas, tanto en lo que atañe a su propuesta teórico-metodológica como en lo que respecta a sus efectos políticos. En primer lugar, son interesantes los debates sobre las implicancias metodológicas del carácter “no representacional” del afecto (su consideración como pre-lingüístico, pre-consciente, no significado, etc.). Margaret Wetherell cuestiona que “la unidad de análisis” en la investigación sea “una especie de vibración preconsciente, inarticulable, momentánea, espuria, difícil de detectar” (2015, p. 14). Más aún, rechaza enfáticamente esta “celebración de lo misterioso” (2012). Sianne Ngai (2007) también sostiene que la noción de “intensidad afectiva” propuesta por Massumi genera dificultades para los análisis materialistas. Y Antje Khal (2020) plantea que, si consideramos al afecto, tal como lo hace Massumi, como una intensidad ajena a la simbolización o “como un pegamento invisible que mantiene unido al mundo”, la investigación empírica sobre el fenómeno afectivo será casi imposible (p. 8).

Excede a los objetivos de este artículo abordar de manera detallada los desafíos metodológicos que enfrentan los estudios del afecto4, pero es oportuno señalar que las complejidades metodológicas resultan evidentes en el texto de Megan Watkins citado en el apartado anterior. Si reparamos nuevamente en el fragmento transcripto, vemos que ella sostiene que el “dato” respecto del momento afectivo del aula lo construyó, en gran medida, a partir de su propia percepción; es decir, Watkins expresa que “sintió” que el afecto desbordaba el aula. ¿Es pertinente que la vía de constatar la presencia de afecto en un espacio -en este caso, en un aula- sea la sensación personal y corporal de quien investiga? Es cierto que Watkins realizó una investigación de tipo etnográfica, con entrevistas y observaciones, y que su propio “sentir” se conjugó con muchos otros elementos que le dieron sostén. Pero resulta oportuno tener presente esta deriva práctica de las teorías del afecto; esto es, el hecho de que una categoría que quiere dar cuenta de relaciones, de intensidades, de fuerzas que exceden a lo verbalizable, termine siendo constatada a partir del sentir individual de una persona.

Pero la celebración del misterio de lo afectivo no solo dificulta el acceso al dato en el campo de la investigación, sino que eleva al afecto a algo del orden de lo mágico, insondable y excepcional. ¿El afecto siempre es desbordante y desconcertante? Las críticas de Donovan Schaefer (2019) pueden empalmarse con esta inquietud. Este filósofo focaliza su cuestionamiento en la consideración del afecto, en clave deleuziana, como evanescente, puro devenir, exceso o acontecimiento. En todo caso –sostiene- el afecto entendido como “resistencia a la sistematicidad”, contingencia, sorpresa y posibilidad, no daría cuenta de la “naturaleza central del afecto” sino de una forma particular entre muchas otras, orientada a la “experiencia de la novedad” (p. 50). A Schaefer le preocupa que el devenir se considere “la esencia del afecto” porque se anula la posibilidad de hablar de los afectos “en su variedad”. Pero, además, porque esta perspectiva “desemboca en el lenguaje del romanticismo” (p. 50).

La romantización del afecto, su consideración como algo mágico, misterioso y radicalmente movilizador, convierte a las instancias excepcionales en norma y, al mismo tiempo, obtura la posibilidad de reflexionar sobre versiones del afecto mucho menos espectaculares, potentes y habilitadores. Si nos trasladamos al aula, ¿el afecto refiere siempre a momentos de embelesamiento, intensos y desbordantes? Algo de esto sucede en el fragmento de Watkins: lo afectivo se presenta como una conmoción profunda compartida. Sin negar la existencia y el mérito de esas experiencias educativas, es válido preguntar cuáles son las consecuencias de utilizar una vara tan alta para medir el afecto.

De esta manera, el giro afectivo está siendo cuestionado por quitarle valor a la congnición, el pensamiento, el juicio y la reflexión. Quien insiste con esta crítica es Ruth Leys (2017). Dice que las teorías del afecto, en su reacción a la primacía de los argumentos racionales, sugieren que el afecto (como intensidad subliminal y visceral) debe verse como independiente, previo, y en cierta medida prioritario, a la ideología, es decir, a las intenciones, las creencias, las razones:

La atención a la ideología o las creencias es reemplazada por un enfoque en los afectos corporales que se entienden como el resultado de procesos corporales autónomos y subliminales. Al poner el énfasis en los cuerpos por encima de las ideas, el afecto por encima de la razón, los nuevos teóricos del afecto afirman que lo crucial no son las creencias e intenciones sino los procesos afectivos que se dice que las producen, con el resultado de que el cambio político se convierte en una cuestión no de persuadir a otros acerca de la verdad de tus ideas, sino de producir nuevas ontologías o “devenires”, nuevos cuerpos y nuevas vidas (2017, p. 343).

No se trataría solo de una sobrevaloración del afecto respecto de la racionalidad, porque estas teorías están planteando, además, una convergencia entre afecto y liberación (Schaefer, 2019, p. 27). Es decir, por su carácter autónomo, indeterminado y disruptivo, desde estos enfoques se le otorga al afecto potencial de creatividad y transformación, y la posibilidad de motorizar políticas de emancipación (Gammerl et al., 2017; Leys, 2017). Teniendo en cuenta estas advertencias, en los trabajos de Schultz et al. (2022), Snaza (2020) y Zembylas (2022) citados en el apartado anterior podemos notar que el afecto se presenta con una capacidad de movilizar, tocar o conmover que no poseerían los argumentos. ¿Darle entidad al afecto, reconocer su especificidad, implica necesariamente devaluar o poner en un segundo plano a lo discursivo o racional?

Por último, también está recibiendo críticas el estatuto de verdad otorgado a lo afectivo. Es Laurent Berlant (2011) quien enfatiza esta cuestión al plantear que en esta época se impone la idea de que “el yo que siente es el verdadero yo” (p. 28). También cuestiona la fetichización del sentimiento, su ubicación más allá de las contradicciones y los disensos, y se pregunta por las consecuencias de que “la política del sentimiento verdadero” organice el análisis y la discusión (p. 30). ¿Sentirse mal o sentirse bien, por ejemplo, pueden considerarse evidencias del triunfo o el fracaso de la justicia? En esta línea, Leys (2017) también se preocupa por el lugar de la confrontación de posiciones en un terreno tomado por la afectividad, y dice que el disenso está vedado pues “no podemos estar de acuerdo o en desacuerdo respecto de lo que sentimos; solamente, sentimos diferentes cosas” (p. 344).

En resumen, mientras que los enfoques socio-antropológicos enfatizan las reglas, las normatividades y las gramáticas emocionales inscriptas en contextos específicos, las teorías del afecto subrayan el carácter excesivo y difícilmente capturable del afecto. Esto es, mientras que los primeros invitan a mirar las determinaciones y los modos en que las emociones se reproducen y contribuyen a reproducir el orden existente, las segundas ponen el acento en la indeterminación y sugieren que los afectos son propulsores de la subversión del orden existente. Y, en relación con los efectos prácticos de los usos de estos dos corpus conceptuales, mientras que las perspectivas socio-antropológicas parecerían contribuir a cierto desencanto o desacralización respecto de la vida emocional -instándonos a aplicar unos análisis minuciosos de los entretelones normativos del sentir para no caer en la trampa de la autenticidad y la naturalización sentimental-, las teorías del afecto parecerían aportar a su romantización, a la fascinación con las intensidades y con la idea de que el afecto “todo lo puede”. Finalmente, mientras que las perspectivas socio-antropológicas se llevan muy bien con las tradiciones del discurso educativo crítico, las teorías del afecto hacen alianza con las tradiciones románticas y sentimentales que dotan de sentido a lo educativo

MÁS ALLÁ DE LAS “PEDAGOGÍAS DE” LOS AFECTOS Y LAS EMOCIONES: ALGUNAS REFLEXIONES FINALES

Las críticas relevadas en el apartado anterior, desde ya, no invalidan los estudios sobre afectos y emociones, tanto en el campo de las ciencias sociales y las humanidades en general como en el ámbito educativo en particular. Actúan como alertas, para guiar las apropiaciones conceptuales y recordarnos las debilidades de cada uno de los abordajes. En el caso de las teorías del afecto, es notable cómo sus formulaciones se mezclan con el actual contexto emocionalizado (Illouz, 2019), que prioriza el “individualocentrismo”, que refuerza el “subjetivismo sentimental”, que hace del individuo emocionado un “punto de partida explicativo y no una cosa a explicar” (Lordon, 2018, p. 10). Se podría ir aún más lejos y señalar que estas teorías son, ellas mismas, una expresión más de la actual emocionalización de la vida social. Pero, sin ir tan lejos, es importante pensar por qué en los usos y apropiaciones de las teorías del afecto se va dejando de lado el carácter relacional de la definición original, para pasar a tratar al afecto como una entidad o un objeto, como si fuera un “agente que hace cosas por sí solo” (Ahmed y Schmitz, 2014, p. 98).

Como decía al inicio de este escrito, me interesan particularmente los usos de las conceptualizaciones sobre los afectos y las emociones en el campo educativo. ¿En qué medida la voluntad de intervenir sobre la realidad, propia de lo educativo, y la necesidad de brindar orientaciones para la acción, propia de la pedagogía, llevan a realizar ciertos giros e interpretaciones? Dicho de otro modo, ¿cómo se produce el diálogo entre el campo de la pedagogía y el de los estudios teóricos sobre afectos y emociones?, teniendo en cuenta que el terreno socio-antropológico o filosófico se ocupa centralmente de la comprensión de los fenómenos, mientras que la pedagogía combina el registro de “cómo las cosas son” y “cómo deben ser”, dado que “la educación es una acción que se orienta hacia unos fines, intenciones, ideales” (Serra y Antelo, 2013, p.74).

Tal como quedó en evidencia a lo largo de estas páginas, de la mano de las perspectivas socio-antropológicas de las emociones podemos asumir que las reglas y los repertorios emocionales se transmiten de manera más o menos intencional. Gracias a las teorías del afecto es posible decir que en las dinámicas e interacciones áulicas se produce afecto. Asimismo, estamos en condiciones de considerar a la docencia como trabajo emocional y de reconocer que la experiencia escolar está poblada de emociones más o menos significadas. Pero estas constataciones, ¿conducen inevitablemente a postular “pedagogías de” afectos y emociones? La pregunta no es meramente especulativa, dado que, en efecto, existen formulaciones de pedagogías emocionales (Schultz et al., 2022), afectivas (Hickey-Moody, 2013; Trafi-Prats, 2021) y del afecto (Albrecht-Crane y Slack, 2007; Dernikos et al., 2020).

En primer lugar, es oportuno comprender a las “pedagogías de” los afectos y las emociones como un signo de estos tiempos, como una expresión de la proliferación y dispersión de múltiples “pedagogías de” (el cuidado, la ciudadanía, la ecología, etc.) que dan cuenta de la debilidad de la pedagogía como disciplina o campo de saber (Noguera-Ramírez y Parra, 2015). Es decir, la existencia de cada vez más discursos y espacios calificados como pedagógicos, y de profesionales (entrenadores, coaches, consejeros) que asumen tareas pedagógicas, es una señal de la pérdida de legitimidad de las tradiciones pedagógicas modernas. Pero, además, -agregan Noguera-Ramírez y Parra (2015)- este fenómeno está estrechamente ligado al “impasse de la educación” (p. 74), es decir, a la puesta en suspenso de la tarea de guía y conducción adulta respecto de la infancia.

En segundo término, es necesario focalizar en el contenido específico de estas “pedagogías de”. ¿Una pedagogía de las emociones buscará producir determinado tipo de emociones o intervenir sobre ellas considerándolas como habilidades a ser pulidas -como sucede con la llamada educación emocional o desarrollo de habilidades socio-emocionales-? ¿Una pedagogía del afecto intentará usar al afecto como recurso, estrategia o herramienta? Como ya se señaló, es importante advertir el inconveniente teórico que supone convertir en objeto o “cosa” a los afectos y las emociones, teniendo en cuenta que son, constitutivamente, relacionales y situados.

En palabras de Wilce y Fenigsen (2016), estas “pedagogías de” las emociones, a tono con estos tiempos, promueven una “apoteosis del sentimiento per se(p. 85). En este punto, al ímpetu de la pedagogía por instrumentalizar todo lo que encuentra a su paso, se le debería sumar el espíritu emocionalizado de la época, que deposita en el sentir valor de verdad, autenticidad y posibilidad de cambio. ¿Cómo la pedagogía no va a querer llevar a su terreno, y encauzar según sus fines, a unos afectos y unas emociones que prometen tanto?

La celebración actual de lo afectivo, de su misterio (Wetherell, 2012) y de su autenticidad podría llevar a sostener que la singularidad del sentir es incompatible con las directivas pedagógicas, con las planificaciones y con el diseño de actividades. Dicho de otro modo, habría una crítica a las “pedagogías de” las emociones y el afecto que se asentaría en su imposibilidad, dado el carácter fugaz, irrepetible y escasamente maleable de los sentimientos. No es éste el cuestionamiento a las “pedagogías de” que me interesa plantear porque, basado en argumentos opuestos al tratamiento de las emociones y el afecto como “cosas”, también presenta problemas conceptuales que han sido mencionados en el apartado anterior. En particular, me refiero a los riesgos de la romantización (Schaefer, 2019).

Las emociones y los afectos no son objetos “buenos” en sí mismos como para que de su atención derive una “buena” pedagogía. Tampoco son tan sutiles, excepcionales e inasibles como para quedar por fuera de cualquier discusión pedagógica. Vale aquí recordar, como bien señalan Gammerl, et al. (2017), que los sentimientos no son “per se ni consolidantes ni subversivos” (p. 91). En palabras de Ahmed (2017), las emociones tienen que ver tanto con lo que nos mueve como con lo que nos mantiene o fija en nuestro sitio.

Discutir la pertinencia de las “pedagogías de” los afectos y las emociones no resulta incompatible con la afirmación que abre este artículo: no es sin afectos y emociones que sucede la educación. Los estudios teóricos presentados en estas páginas nos enseñan que las emociones y los afectos se producen en el marco de relaciones y prácticas, que están atravesados por ideas, juicios, normatividades e intenciones, que son experiencias significadas (aunque no totalmente) a partir de patrones culturales, que se perciben a nivel corporal y, a veces, como intensidades difíciles de poner en palabras, que se hallan insertos en dinámicas de poder, influenciados por la época, situados en un tiempo. Comprender cómo este entramado tiene lugar en las aulas es una de las tantas tareas de la pedagogía.

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Notas

1 La educación emocional viene siendo ampliamente discutida por su afinidad con el neoliberalismo, la psicología positiva y la neurociencia. Para profundizar en las críticas a esta perspectiva puede consultarse: Abramowski (2017; 2020) y Nobile (2017).
2 La sociología y la antropología no presentan un abordaje unívoco respecto de las emociones. Para profundizar en estos enfoques puede consultarse: Bericat (2012); Enciso Domínguez y Lara (2014).
3 Quienes sistematizan las teorías del afecto surgidas a partir del llamado giro afectivo coinciden en identificar dos grandes líneas. La primera tiene que ver con la lectura de la obra de Spinoza realizada por Gilles Deleuze y retomada posteriormente por Brian Massumi. La segunda recupera los trabajos de Silvan Tomkins, y una de las primeras en hacerlo fue Eve Kosofsky Sedgwick. También hay lecturas directas, no mediadas, tanto de Spinoza como de Tomkins. En este apartado se retomará solamente, y de manera sintética, la perspectiva de Massumi (2002). La producción en teorías del afecto es muy vasta. Para orientar la lectura se sugiere consultar: Lara y Enciso Domínguez (2013) y Ott (2017).
4 Para profundizar sobre los desafíos metodológicos que enfrentan las teorías del afecto, puede consultarse Mandolessi (2022).
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