Dossier

Entre la racionalización y la humanización. Tres narrativas sobre emociones para la tarea docente

Between the Rationalization and the Humanization. Three Narratives on Emotions for the Teaching Work

Mariana Nobile
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Carolina Gamba
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Entre la racionalización y la humanización. Tres narrativas sobre emociones para la tarea docente

Espacios en blanco. Serie indagaciones, vol. 1, núm. 34, pp. 13-30, 2024

Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires

Recepción: 17 Noviembre 2023

Aprobación: 22 Noviembre 2023

Resumen: Los discursos sobre lo emocional y afectivo cobran protagonismo en una agenda educativa que busca dar respuestas a los desafíos contemporáneos. ¿Pero qué hacemos con las emociones en el aula? El mandato de hablar sobre ellas, trabajarlas, valorarlas, es moneda corriente en la educación. En este campo confluyen discursos disciplinares dispares, que explican y esgrimen máximas particulares sobre qué lugar deben tener las emociones en el espacio educativo. A partir de la recurrencia de ciertos significantes, se reconstruyen tres narrativas: la de la educación emocional, la psicología positiva y las neurociencias afectivas; la de valorar la afectividad y el cuidado en un marco de derechos; la de la humanización, el amor y la ternura. Las tres son analizadas, explorando las recomendaciones y mandatos que hacen a la labor docente, así como sus riesgos e implicancias para la formación de sus estudiantes.

Palabras clave: emociones, narrativas, discursos educativos, docentes.

Abstract: Emotional and affective discourses are gaining prominence in an educational agenda that seeks to address contemporary challenges. But what do we do with emotions in the classroom? The injunction to talk about them, to work on them, to value them is commonplace in education. Within this field, diverse disciplinary discourses converge, explaining and stating particular maxims about what place emotions should have in the educational space. Based on the recurrence of certain signifiers, three narratives are reconstructed: that of emotional education, positive psychology, and affective neurosciences; that of valuing affectivity and care in a framework of rights; that of humanization, love, and tenderness. All three are analyzed, exploring the recommendations and mandates they make to teachers as well as their risks and implications for students’ education.

Keywords: emotions, narratives, educational discourses, teachers.

INTRODUCCIÓN

La labor docente se ve constantemente interpelada por discursos de diferente tenor que una pluralidad de agencias produce sobre aristas del trabajo pedagógico. Las distintas perspectivas y matrices discursivas que confluyen dejan en evidencia una disputa por la conquista del imaginario pedagógico. Esto ya lo evidenciaba, desde un abordaje histórico, Finocchio (2009), quien mediante el análisis de la prensa educativa mostraba que no era solo el Estado, a través de circulares, normativas y documentación oficial el que direccionaba dicho imaginario, sino que desde el mercado editorial y otras publicaciones de asociaciones de la sociedad civil se generaban discursos que tenían a las y los docentes del sistema como lectores implícitos, buscando organizar, redefinir y renovar la educación.

Avanzado el siglo XXI, con la omnipresencia de internet, es posible observar este fenómeno discurrir por otros medios que, a través de una diversidad de fuentes y soportes, difunden discursos que tienen a las y los docentes como destinatarios y a la dimensión emocional y afectiva como protagonista de una agenda pedagógica que busca dar respuestas a desafíos educativos. El escenario contemporáneo, donde el proceso de debilitamiento de la institucionalidad escolar (Dubet y Martuccelli, 2000) resulta más acuciante, encuentra a las y los docentes con mayores grados de incertidumbre y enfrentados a problemáticas intergeneracionales de no simple respuesta. Esto se complejiza aún más en un contexto de crisis social y económica que cristaliza altos niveles de desigualdad, las cuales se agravaron durante la coyuntura de la pandemia, elevando la conflictividad escolar.

Los discursos que ponen a lo emocional en el centro de la escena no son novedosos. Expresan las condiciones propias de la modernidad tardía, donde se observa un trastocamiento de la división público-privado (Sennett, 2011; Sibilia, 2008), un proceso de individuación que agudiza la singularidad (Martuccelli, 2010), al tiempo que posiciona a la autenticidad como un mantra que marca el modo en que debemos conducirnos con otros (Illouz, 2019; Sennett, 2011), reforzando de esa manera un discurso acerca de las emociones como llamado interior al cual debemos escuchar para ser auténticos y sinceros con nosotros mismos. Todo esto va consolidando un ethos emocionalizado de la vida contemporánea (Illouz, 2010). En el campo de la educación este ethos se expresa en una confluencia de discursos disciplinares dispares, que explican y esgrimen máximas particulares sobre qué lugar deben tener las emociones en la escuela.

En este artículo, nos interesa poner el foco en el tipo de narrativas que se centran en lo emocional y afectivo, orientadas a las y los docentes de los niveles obligatorios del sistema educativo. Tomamos tres narrativas sobre lo emocional como expresión de disputas por generar una mirada hegemónica para su abordaje pedagógico-didáctico, que van de una matriz racionalista e instrumental que promueve un entrenamiento individual de las emociones, a una mirada romantizada y “humanizadora” que apela a la ternura, el amor y la gestualidad amorosa, pasando por un enfoque centrado en valorar la afectividad desde el cuidado y los derechos. A lo largo del análisis, buscaremos identificar el conjunto de significantes sobre los cuales se despliegan y las recomendaciones y mandatos que hacen para la labor docente. ¿Hay que entrenarlas? ¿Darles cabida? ¿Escucharlas? ¿Promoverlas?

En primer lugar, se explicitarán los criterios utilizados para la conformación del corpus de fuentes que informan las distintas narrativas. En segundo lugar, serán presentadas las tres narrativas analizadas; comenzamos por aquella que impulsa la educación emocional, luego aquella estructurada en torno a valorar la afectividad y el cuidado en un marco de derechos, para cerrar con aquella que se postula como una estrategia de humanización de las escuelas a través de la amorosidad, la ternura y el reconocimiento. En el último apartado, se mostrarán los puntos de contacto entre estas narrativas, sin perder de vista las derivas particulares que proponen.

CONSTRUCCIÓN DE UN CORPUS DE NARRATIVAS SOBRE LAS EMOCIONES PARA LA TAREA DOCENTE

Para este análisis se relevaron discursos que, de modo más o menos explícito, buscan interpelar al colectivo docente en torno a su forma de abordar y posicionarse frente a las emociones y afectos en el aula y/o la escuela. Buscaremos reponer el vocabulario que utiliza regularmente cada una de estas narrativas para dar cuenta del papel de las emociones en el aula y el encadenamiento que propone de sus términos. En toda narrativa es posible sacar a la luz un determinado relato basado en un diagnóstico sobre el mundo y una lectura sobre cómo vivirlo. Exploraremos distintas dimensiones, a saber, la matriz disciplinar desde la cual parten; la concepción acerca de los sujetos educativos; los mandatos e interpelaciones dirigidas a las y los docentes; el tipo de tratamiento pedagógico-didáctico que proponen, es decir, qué tipo de abordaje -sea áulico o más general-; los riesgos para la formación y los aprendizajes de las y los estudiantes.

Este corpus se construye a partir de fuentes con distintos formatos: documentos oficiales y libros, blogs, conferencias, notas periodísticas en medios de circulación masiva, todos ellos orientados al personal docente que trabaja en los niveles educativos obligatorios en Argentina (inicial, primario y secundario). Delimitar fronteras en la era de internet resulta difícil, pero se procuró constatar que estas fuentes fueran de circulación entre docentes y formadores y que, de hecho, apelaran a referentes del campo educativo nacional en el marco de publicaciones y actividades realizadas en el país.

La recurrencia de ciertos significantes nos lleva a agrupar estos materiales en tres narrativas: la de la educación emocional, la psicología positiva y las neurociencias afectivas; la de la afectividad y el cuidado en un marco de derechos; la de la humanización, el amor y la ternura. El análisis no busca agrupar exponentes de estas ideas, sino dejar en evidencia los enunciados que las organizan. Es preciso aclarar que se trata de un procedimiento heurístico, los límites entre unas y otras pueden solaparse ya que no resultan tan homogéneas y monolíticas; hay matices y entrecruzamientos que serán repuestos, mostrando los puntos de contacto entre las tres narrativas.

Narrativa 1: La racionalización de las emociones a través de la educación emocional

No es casualidad que la primera narrativa que presentamos sea la basada en la corriente centrada en lo que se conoce como “Educación Emocional” (EE). Es la que cuenta con más años de desarrollo y la que ha adquirido un gran nivel de difusión a escala internacional. Surge en los años ‘90 con la definición del modelo de la inteligencia emocional y la divulgación de sus investigaciones (Salovey y Mayer, 1990; Goleman, 1996) que luego se complejiza con el aporte de la psicología positiva (Seligman y Csikszentmihalyi, 2000). Desde esta matriz se impulsan programas educativos que ya cuentan con décadas de implementación, el caso más conocido es el programa SEAL ​​(Social and Emotional Aspects of Learning) que forma parte de la política educativa del Reino Unido en escuelas con niños desde los 3 a los 16 años. En la actualidad, estas propuestas se nutren además de la aplicación de las neurociencias al campo educativo, fortaleciendo una perspectiva centrada en la comprensión de las emociones como una actividad cerebral y plausible de ser entrenada. Asimismo, varios organismos internacionales, como la OCDE, el Banco Mundial, UNESCO, recomiendan la implementación de este tipo de programas ya que están en sintonía con el desarrollo de las habilidades blandas requeridas en las condiciones actuales del mercado laboral.

En Argentina, estas propuestas cuentan, ya hace unos años, con un fuerte lobby desde distintas fundaciones y organizaciones de la sociedad civil, en especial la Fundación Educación Emocional del psicólogo Lucas Malaisi que promueve una ley nacional para su implementación en todas las escuelas del país. En el proyecto de ley de Educación Emocional presentado en 2023 ante la Cámara de Diputados la EE se define como “el aprendizaje de habilidades emocionales de importancia fundamental para la vida acompañando a la persona en el perfeccionamiento y ejercicio las mismas” (2023, p.1). Si bien aún no se ha conseguido su sanción, esta ley es precedente de normativas provinciales vigentes en Misiones, Corrientes y, recientemente, Jujuy.

Las competencias socioemocionales que se buscan desarrollar con estas propuestas son: la autoconciencia, el autocontrol, la conciencia social o empatía, las habilidades para relacionarse y la toma de decisiones responsables. Según la Ley Nº 6.398 del año 2016 de la provincia de Corrientes la EE, obligatoria en todos los niveles y modalidades, responde a un “corte salutógeno-educativo de dinamización de recursos y habilidades emocionales, sociales y actitudinales en el marco de una política de promoción de la salud para el sano desarrollo personal y cumplimiento de un proyecto de vida (art. 2, p. 1).

En este sentido, la EE se presenta como alternativa a las problemáticas de creciente stress, angustia, falta de autoestima y de bienestar emocional del estudiantado con el objetivo de consolidar “aulas sanas” y “seguras” en un contexto “VICA, volátil, incierto, complejo, y ambiguo” (Williams de Fox, 2022). Frente a esto, el manejo, el autocontrol o la regulación de las emociones constituyen capacidades para evitar reacciones desmedidas y permitir adaptarnos a las situaciones que se nos presentan. Es interesante observar cómo las emociones se circunscriben al campo de la salud, particularmente la salud mental, en consonancia con un ethos terapéutico (Eccleston y Hayes, 2009). Así, busca fortalecer capacidades individuales como modo de prevención de conductas riesgosas para tomar mejores decisiones y atravesar conflictos mediante la adaptación, la perseverancia y la actitud positiva, sin contemplar un andamiaje institucional.

La narrativa de la EE parte de un diagnóstico que denuncia la ausencia de emociones en la escuela. Williams de Fox (2014), especialista y capacitadora en formación docente afirma, retomando un informe de la OECD, que los componentes emocionales han sido largamente negados en la institución escolar y que las neurociencias pueden reparar esta vacancia y revelar la dimensión emocional del aprendizaje. En efecto, esta perspectiva recupera aportes de Damasio (2011) quien, en oposición a la lógica cartesiana, señala que primero sentimos y luego pensamos, con un rol preponderante del cerebro en esa experiencia emocional. Asimismo, sostiene que existen emociones buenas y malas, siendo la educación la encargada de cultivar las primeras para paulatinamente suprimir las segundas. Retoman los desarrollos del psicólogo norteamericano Paul Ekman sobre el rostro de las emociones y afirman que más allá de donde nacimos, en qué condiciones, con qué acompañamientos, todos venimos con un cableado de seis emociones básicas reconocibles universalmente mediante la gestualidad. Cuatro de ellas puramente negativas, una neutra y otra positiva. Con este argumento, afirman que tristemente estamos cableados para la queja, para lo negativo y debemos hacer un “esfuerzo” para reconocer la felicidad (Prat Gay y Teisarie, 2015).

Las emociones positivas y el clima emocional se constituyen como condición indispensable del aprendizaje ya que favorecen distintas operaciones de incorporación de saberes y neutralizan las emociones negativas que bloquean estos mecanismos. Los encargados de generar estas condiciones son las y los docentes, quienes son interpelados directamente, no tanto como profesionales de la educación o expertos en enseñanza, sino más bien como dinamizadores de experiencias positivas en el aula. Según Lewin (2022), si en el pasado, el éxito del docente estaba estrechamente vinculado a los logros académicos, en la actualidad las expectativas docentes requieren mayor protagonismo de las habilidades socioemocionales o habilidades para la vida (autoestima, manejo de la ira, resolución de conflictos, conflictos de inferioridad, manejo de presiones, etc.).

El plus conceptual es que este estilo de docente, de ser y estar en el aula, se constituye para la EE en condición de un aprendizaje significativo, siendo la “conexión emocional” con el estudiantado uno de los pilares para “cambiar cerebros” (Lewin, 2022). Esta misión se fundamenta en la concepción de que la influencia del docente en el cambio cerebral de sus estudiantes es crucial, teniendo un peso mayor que el de las familias o la genética misma (Prat Gay y Teisarie, 2015). En esta línea, las y los docentes tendrían un rol protagónico en el fomento de la resiliencia de sus estudiantes. Para Prat Gay y Teisarie (2015), ambos neuropsicoeducadores y neuropsicoentrenadores de la asociación Educar (AE), el 99% de nuestras decisiones son asumidas por nuestro “cerebro emocional”, el más primitivo, lo cual nos vuelve casi autómatas quedando a merced de las emociones -que son inevitables-. La clave está en que las y los docentes se alfabeticen emocionalmente y lo hagan con sus estudiantes para poder observar e interpretar la emoción de modo distanciado y así modificar el sentimiento que asociamos a esa emoción.

Las propuestas pedagógico-didácticas de la EE ponen el énfasis en la implementación de actividades que generen “emoción positiva”, dinámicas lúdicas, que enganchen, que diviertan y, en especial, que sean transmitidas con motivación, con pasión por lo que se enseña. Las actividades se presentan como “tips”, “técnicas”, “dinámicas”, “estrategias simples” con potencial de ser traspoladas a distintos contextos por su eficacia en los resultados que se fundamentan en la evidencia científica provista por las neurociencias afectivas. Algunas se orientan a generar endorfinas, serotonina, dopamina, todas ellas hormonas que tendrían una influencia directa en la “metacognición”, la memoria a largo plazo y la apropiación con entusiasmo, por ejemplo, a través de la relajación, el baile, los abrazos (Lewin, 2018). Otras planificaciones se orientan al conocimiento de sí mismo, la autoestima, la empatía, a partir de la identificación y comunicación de los sentimientos de modo sistematizado, como ser: termómetro de emociones, árboles de emociones positivas, frases motivacionales, cadenas de reconocimiento de actitudes, entre otras.

Los riesgos de estas propuestas en el ámbito escolar ya han sido expuestos con anterioridad. Los argumentos versan en torno a la consolidación de una tecnología de poder basada en las emociones que funciona como una “eficaz herramienta de autocontrol” (Bornhauser y Garay Rivera, 2023), la modelación de malestares en estrecha continuidad con un ethos terapéutico (Abramowski, 2018a) y la pretensión de brindar respuestas singulares a problemas colectivos que desacoplan las emociones de los entramados relacionales y de los escenarios institucionales (Nobile, 2017).

Respecto a la formación docente, la expertise pedagógica y didáctica de las y los educadores queda supeditada a los aportes de las neurociencias, en tanto se posiciona como discurso de verdad avalado por su carácter científico y por la legitimidad que le otorga su amplia divulgación en medios de alcance masivo, más allá de las advertencias sobre sus déficits en términos teóricos-metodológicos y la débil evidencia acumulada acerca de la “efectividad” de sus intervenciones educativas (Cabanas Díaz y González-Lamas, 2021). A su vez, el foco puesto en el aprendizaje relega las preocupaciones en torno a las prácticas de enseñanza, llevando a que la tarea docente pierda peso frente a las recetas de supuesta infalibilidad.

Por último, subyace una formación del sujeto basada en la lógica de prevención que busca fortalecer la personalidad, para mejorar la toma de decisiones individuales que se ajusten a un “proyecto de vida” saludable, responsabilizando al sujeto por las desviaciones -acorde con la racionalidad neoliberal que promueve la idea de que cada uno es un empresario de sí(Sorondo, 2021). Las conductas problemáticas (violencia, consumo problemático, suicidio, embarazo adolescente, entre otras) se asumen como enfermedades y multiplican clasificaciones sobre otros comportamientos asociados a los padeceres emocionales (Nobile, 2017). Lo mencionado hasta aquí deja en claro que la articulación entre psicología positiva y neurociencias afectivas deriva en una racionalización constante de las emociones de modo individualista con el fin de ganar control sobre nuestras vidas y evitar desviaciones que pongan en riesgo nuestra adaptación al mundo.

Narrativa 2: Valorar la afectividad y el cuidado en un marco de derechos

La narrativa de valorar la afectividad se inscribe en la política educativa de Educación Sexual Integral (ESI) iniciada en 2006 con la sanción de la Ley Nacional Nº 26.150, que establece su obligatoriedad desde el nivel inicial al superior no universitario, en todas las instituciones educativas argentinas. El proceso de implementación de la ESI no ha sido lineal ni progresivo. Es desigual entre jurisdicciones, niveles y aún entre escuelas con características similares. Presenta en su dinámica de institucionalización momentos de expansión, profundización y otras de repliegue, en correspondencia con el contexto social y político, las demandas estudiantiles de movimientos de mujeres y diversidades y la agenda pública.

La ESI como metarrelato y la afectividad como una de las dimensiones que la constituye1, se basa en una definición clave que se configura como un signo inaugural, un antes y un después respecto a cómo pensar la labor docente y entender al estudiantado: los niños y las niñas son sujetos de derechos. El enfoque de derechos, en el que prima el interés superior del niño, modifica las responsabilidades y tareas que se le asignan a la institución escolar y, por tanto, a los equipos docentes, quienes no solo deben enseñar los contenidos curriculares sino también garantizar derechos y cuidar que estos no sean vulnerados.

Esta narrativa se inscribe en un plexo normativo que desde el año 2002 hasta la actualidad se fue robusteciendo con leyes, protocolos y programas orientados a la protección de derechos en el ámbito escolar, desde un lenguaje jurídico que tiene ecos en discursos pedagógicos y que constituye a las instituciones educativas en un espacio fundamental de garantía y protección de estos. En este marco, la ESI y su componente afectivo y de cuidado se establece como “un nuevo paradigma” que trasciende la política curricular para configurarse como una política contracultural(Faur, 2020), un movimiento pedagógico(Colectivo Mariposas Mirabal, 2019) y/o una pedagogía del cuidado(Gosende, Pagano, Scarímbolo y Ferreyra, 2016).

Siguiendo esta perspectiva, la ESI requiere de docentes que asuman una tarea integral, que incluye no solo el plano cognitivo, sino también el afectivo. Para lograrlo, son llamados a realizar un trabajo de revisión de sí mismos, que les permita romper con supuestos y prejuicios sobre la sexualidad, tanto para la formación y posterior transmisión de ciertos saberes vinculados a estas temáticas, como para desarrollar la capacidad de “acompañamiento, reconocimiento del otro, de cuidar y de escuchar” (Marina, 2009, p.14). Es decir, deben realizar un trabajo emocional específico (Hochschild, 2008) como parte de su labor ya que, “(...) según cómo los docentes se sitúan, habilitan o no determinadas posiciones en las y los estudiantes” (Ministerio de Educación de la Nación Argentina, 2022, p. 31).

Podemos pensar tres hipótesis para comprender el protagonismo de la afectividad, y su articulación con el cuidado y el derecho en las instituciones educativas. En primer lugar, la afectividad marca un quiebre con relación a los modelos de educación sexual tradicionales de tipo biologicistas y biomédicos (Morgade, 2006) que “no incluían cuestiones vinculadas a la expresión de los sentimientos y de afectos” (Marina, 2009, p. 11). En segundo lugar, se articula a un ethos terapéutico que, desde un enfoque jurídico psicologicista (Gamba, 2018), pone el foco en la comunicación de emociones y sentimientos como modo de prevención y detección de vulneraciones a los derechos, a partir de los padeceres subjetivos y emocionales que el estudiantado pueda expresar en la escuela. Por último, porque ofrece un repertorio de contenidos a trabajar que se convierten en una puerta de entrada accesible para la implementación de la ESI en un contexto “emocionalizado” (Illouz, 2010), en el que hablar de las emociones y sentimientos es bien recibido y no ofrece resistencias, como sí lo pueden hacer otros tópicos tales como la perspectiva de género o el respeto a la diversidad (Gamba, 2018).

El documento del Ministerio de Educación nacional (s/f) que fundamenta el marco conceptual del eje “valorar la afectividad” asume como diagnóstico que ésta no fue históricamente prioritaria en planes y programas de estudio. Empero afirma que se impone como necesaria en un contexto en el que priman valores y discursos consumistas, frente a los cuales la escuela se erige como el espacio privilegiado para enseñar “sistemáticamente a reflexionar sobre actitudes como la escucha, la empatía, la solidaridad, la inclusión, el respeto, el amor” (p. 1). En este sentido, promover la afectividad en la escuela se concibe como un modo de fortalecimiento de los vínculos en la trama social e institucional, con una lógica distinta a la expresada por el mercado.

El abordaje pedagógico-didáctico de valorar la afectividad en la escuela se centra en el reconocimiento de los sentimientos y emociones de uno y de otros y la generación de espacios de diálogo y conversaciones para “trabajar activamente lo que sentimos cuando estamos junto a otros/as” (Ministerio de Educación de la Nación, 2021, p. 13). En esta línea, el documento que conceptualiza al eje valorar la afectividad explicita que los sentimientos pueden convertirse en un “campo de reflexión” -conjuntamente con otros/as-, que favorezca el conocimiento de sí mismo/a y de los y las demás y la promoción y el desarrollo “de vínculos, actitudes y comportamientos basados en el respeto, la solidaridad y el cuidado” (Ministerio de Educación de la Nación, s/f, p. 2). También se avanza en sugerencias de actividades para implementar en las aulas, que en general rondan sobre la generación de espacios de diálogo para la comunicación y el reconocimiento de las emociones mediante imágenes, obras literarias y artísticas, el registro de experiencias emocionales personales y grupales, entre otras, que van modificándose según el nivel educativo al que están destinadas.

Es pertinente señalar que, en los últimos años, se ha revisado el mandato a reflexionar conjuntamente sobre los sentimientos como práctica sistemática, así como se ha atenuado el énfasis en la expresión de lo que cada uno siente en la escuela, frente a una incipiente rutinización de estas prácticas. Sobre esto, los referentes de ESI afirman que “no obligamos a contar, no entrenamos ni educamos las emociones, alojamos las emociones” (Zelarrayán, 2023), indicaciones que recaen con fuerza sobre la práctica docente.

No se trata de una nueva propuesta para enlatar y consumir. No se trata de instalar verdades universales y una única manera de definir las emociones o modos de expresarlas (...) se trata de promover conversaciones, diálogos, juegos, (...) se trata de alojar lo que lxs niñxs traen (Maltz, 2019a, p.91).

En los últimos años, ha comenzado a cobrar mayor peso el significante del cuidado implicado en la valoración de la afectividad y anclado al enfoque de derechos, tanto en lo que respecta a la enseñanza sobre el cuidado de sí y de los otros, como a las prácticas docentes que deben garantizar el cuidado del estudiantado como parte del hecho educativo. Este relato puede rastrearse en el debate clásico del campo educativo sobre la llamada “falsa dicotomía entre educar y cuidar” (Faur, 2017; Antelo, 2005), que luego de la crisis del 2001 emergió con fuerza frente a las tareas de asistencia que la escuela comenzó a cumplir en un contexto de crisis económica y social.

En la actualidad, esta discusión cobra nuevos sentidos a partir de aportes feministas que conceptualizan al cuidado como una actividad que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro mundo y para que podamos vivir lo mejor posible en él, configurando una ética del cuidado que se opone a la lógica neoliberal (Tronto, 1987), ya que enfatiza la red de interdependencia y no a los individuos en abstracto. Siguiendo esta línea, el cuidado comienza a ser entendido como una cultura, “un paradigma que propone un modo de ser y estar en el mundo en relación a uno mismo, al otro y al ambiente” (Álvarez, 2021). A su vez, establece nuevos derechos en torno a su organización política y social (Faur, 2014), que requiere de políticas públicas específicas que lo garanticen en un marco de corresponsabilidad social.

En este contexto, el cuidado es asumido como una pedagogía, en tanto modo de mirar y entender la práctica educativa, desde una concepción que promueve la escuela como un espacio de hospitalidad, de encuentro con otros, de pluralidades. Así, busca redefinir su tarea alejándose de aquella de corte asistencialista sobre un otro pasivo y carente, para asumirse como una práctica educadora:

Lejos de pensar el cuidado que se lleva a cabo en el ámbito educativo como una tarea y una práctica de asistencia al niño, debe entenderse el valor que tiene el atender a otro a través de la enseñanza sistematizada de conocimientos (Labarta, 2017, párrafo1)

De hecho, el cuidado es definido como un contenido que debe ser enseñado, tanto desde la ESI como desde otras áreas disciplinares, con foco en las prácticas de cuidado de uno y de los otros, en las dimensiones corporales, emocionales y en relación con el entorno. Por tanto, pivotea entre la atención al sujeto y el reconocimiento de individualidades y las tramas de cuidado sociales e institucionales que son necesarias para su sostenimiento.

En lo que refiere a la tarea docente, la misión de cuidado y protección fortalece la narrativa de la valoración de la afectividad ya que supone una dimensión emocional, que es entendida como la “expresión más alta del cariño y la confianza necesarios en la relación pedagógica entre docentes y estudiantes” (Bracchi, 2017). A su vez, refuerza el mandato respecto a agudizar sus sensibilidades en pos de fortalecer la capacidad de miramiento y escucha, como condición para captar situaciones de padecimiento y formular estrategias o intervenciones anticipatorias. Según Álvarez (2021),

si como docentes instalamos prácticas cotidianas, experiencias donde los chicos y las chicas puedan transitar la diversidad de las emociones y los estados de ánimo, pongan palabra y den lugar al conflicto y al malestar, estaremos trabajando desde una lógica que contempla el cuidado (s/p).

Podemos advertir que el riesgo sobre los aprendizajes que la narrativa de valorar la afectividad y el cuidado en un marco de derechos supone, tiene que ver con el peligro de quedar supeditada a un uso instrumental de lo emocional. Por un lado, cuando consideramos que la recontextualización docente se despliega en el marco de una prescripción curricular que habla de “fortalecer capacidades emocionales” y contenidiza la afectividad, siendo ésta plausible de ser medible y evaluable (Sorondo y Abramowski, 2022). Por otro lado, cuando observamos que los recursos didácticos que suelen seleccionarse o compartirse entre docentes, equipos directivos y espacios de formación privados y estatales, pueden catalogarse en su mayoría como “literatura de autoayuda infantil” (Cutuli, 2020) y son difundidos masivamente como material para trabajar la ESI.

Asimismo, una mirada sesgada de la valoración de la afectividad y el cuidado en torno a la vulneración de derechos vuelve a las emociones una herramienta para la prevención y detección de padecimientos, asumiendo un registro propio del ethos terapéutico. Así, los sentimientos y emociones actúan como clave de interpretación y, a la vez, de solución y/o abordaje de todo tipo de padecimientos, problemas de salud mental, consumo problemático y hasta prevención de suicidios. Por otra parte, surgen interrogantes que requieren volver la atención respecto a posibles tensiones entre la búsqueda del fortalecimiento de prácticas democratizadoras en la escuela, con un rol activo del estudiantado, y la configuración de formas de disciplinamiento y modos de control simbólico en torno a la afectividad y al cuidado.

En lo que respecta a la formación, esta matriz reactualiza una “narrativa sentimental docente” (Abramowski, 2018b) que pondera el amor y la empatía como cualidades que el enseñante debe cultivar en lo personal y, a la vez, materializar en una atmósfera afectiva en el aula. El énfasis puesto en la disposición docente como condición para los cuidados y la protección de derechos empaña el hecho de si lo que se busca es el fortalecimiento de habilidades profesionales o la cultivación de rasgos de la personalidad. Este mandato supone repensar la formación docente respecto a la adquisición y mejoramiento de estrategias para la enseñanza en articulación con el cuidado, sin que ninguna de las dimensiones quede subsumida a la otra, pues si bien enseñar y cuidar son caras de la misma moneda y hacen al hecho educativo, no son tareas semejantes y presentan sus especificidades.

Narrativa 3: La humanización ante el deterioro del lazo social: amor, ternura, reconocimiento

Podemos hipotetizar que esta tercera narrativa, que interpela a quienes están en las aulas en torno a cómo concebir y encarar el trabajo con los afectos y las emociones, emerge en tanto respuesta a dos situaciones. Por un lado, a la preeminencia de la EE, que es vista como una avanzada neoliberal y mercantilizadora de la educación; esto nos lleva a entenderla como una resistencia explícita a dicha iniciativa. Por otro lado, si bien se trata de una narrativa que no se inaugura con la pandemia, ya que abreva en cierto giro afectivo en el campo pedagógico, donde plantean a las emociones como clave interpretativa para acceder “al corazón de las prácticas pedagógicas” (Kaplan, 2021, p. 12), esta coyuntura hizo que termine de cuajar en un relato que refuerza la vulnerabilidad de los sujetos, la elaboración del “trauma” y el duelo asociado a pérdidas y la necesidad explícita de promover la afectividad en la escuela. Así, el registro de escritura se carga de metáforas cercanas a una matriz romántica (Illouz, 2007; Abramowski, 2018b), donde se asocia lo escolar y los vínculos que allí se tejen con palabras como amor, esperanza, ternura, latidos, abrigo, amparo, cobijo, abrazo, entre otras. Todos ellas en oposición a la barbarización de los lazos sociales y como reparación del trauma, el duelo, el sufrimiento y las pérdidas.

Estas posturas se posicionan desde una “pedagogía humanizadora” y en ella las emociones no están concebidas de modo tal que se enfatice su componente biológico, natural e individual; por el contrario, abrevan en distintas fuentes propias del psicoanálisis, las humanidades (la filosofía y la pedagogía) y las ciencias sociales (especialmente, la sociología y la antropología), desplegando un registro propio de una perspectiva socioeducativa, sociocultural e histórica, que recupera el rasgo relacional de las emociones y los afectos. Es posible encontrar referencias a los sociólogos Richard Sennett y Norbert Elias, a la filósofa Martha Nussbaum y Laurence Cornu, a los pedagogos Paulo Freire y Philippe Meurieu, a los antropólogos David Le Breton y Rita Segato o a psicoanalistas como Fernando Ulloa. En esta mirada se destaca la idea de que la afectividad responde a un aprendizaje social y, por ende, está influenciada por los signos de cada época, al mismo tiempo que resulta crucial para el proceso de subjetivación en el cual interviene la institución escolar.

Parten de un diagnóstico macro: vivimos en sociedades donde los lazos sociales se han debilitado, deteriorado y al estar “estructuradas por el desprecio prevalecen experiencias intersubjetivas de menosprecio” (Kaplan, 2022, p.26). El foco está en el clima de época y el tipo de lazos que nos propone, con un mayor grado de fragilidad y que posiciona al otro como un enemigo, al cual no queda más que enfrentarse desde la crueldad (Maltz, 2019b). Las tecnologías de la comunicación y las redes sociales tienen mucho que ver en esta fragilización, entablando una lógica del “delete” (Maltz, 2019b), donde elimino a quien piensa diferente y es distinto a mí. La prevalencia de este tipo de tecnocracia nos lleva a la pérdida de cierto entrenamiento en el intercambio que acrecienta la individualización e impulsa una mirada sobre el otro que no lo posiciona como un semejante.

Algunas vertientes de esta narrativa remiten más que nada a un diagnóstico social de crítica a la sociedad capitalista actual, donde predomina la avanzada neoliberal que agudiza las desigualdades sociales, deshilacha lazos y, especialmente, deja a la intemperie a los sujetos, desvalidos y faltos de reconocimiento. Frente a esto, oponen a la mercantilización una “educación para la sensibilidad” que fomente las relaciones de cooperación (Kaplan, 2022). De esta manera, “la escuela no tiene por qué ser simplemente una adaptación a la época” (Skliar, 2023, s/p), haciéndose eco de las demandas que le hace ésta en términos formativos, sino que debe ser su “propia comunidad” con objetivos anclados en el presente. Para ello, debe revertir su rasgo histórico, el ser una institución desafectivizada, donde la cultura académica y la cultura afectiva han estado escindidas. El horizonte está puesto en la recomposición de los lazos sociales a través de la ternura y la amorosidad -como gesto contra la indiferencia (Skliar, 2006)- a fin de garantizar la justicia afectiva, entendida como una utopía que se orienta a la concreción del derecho de las infancias y juventudes a ser amadas, respetadas y protegidas (Kaplan, 2021). Así, en este mundo mercantilizado, la escuela -como institución enunciada en abstracto- tiene la misión de “alivianar el peso simbólico para contrarrestar los marcos de dolor social” (Kaplan, 2022, p. 21), una “instancia reparadora” que permite la elaboración del sufrimiento social por medio de una “red sentimental intersubjetiva de amparo” (Kaplan, 2022, p. 35).

El mandato hacia los docentes está en la misión de recrear lazos, reparar heridas, generar espacios escolares que se constituyan en sí como ámbitos de cobijo y cuidado. Se remarca el vínculo de reconocimiento entre docentes y estudiantes, que debe centrarse en gestos afectivos que se vuelven recursos pedagógicos: la escucha atenta, la mirada amorosa, la amorosidad, la hospitalidad y el amor educativo (Skliar, 2015; Kaplan, 2021); es decir, practicar el amor como vínculo pedagógico (Brenner, 2020). De esta forma, proponen que en el aula se conquiste “el derecho a vivir en amor” (Kaplan, 2022, p.48) y que sea ese espacio el lugar para narrar lo que sentimos. En otros casos, el foco se inclina hacia la promoción de la reflexividad, no imponer un nuevo deber ser ni una receta con relación a las emociones. Sino nombrar y visibilizar los malestares, las incomodidades, los miedos, especialmente vivenciados por las y los docentes, en tanto oportunidades para pensar colectivamente formas de acción que reconstruyan lazos, que promuevan la empatía (Maltz, 2019b).

Esta narrativa para pensar las emociones en las instituciones escolares retoma el rol de la empatía y la ternura, principalmente asociados a las prácticas de cuidado y su dimensión afectiva. Resulta interesante observar que ciertas vertientes no conciben la ternura de modo “dulcificado”, es más, se erigen como posicionamientos que buscan promover su politización para derribar las posturas romantizadoras (Magistris y Morales, 2021) y comprometerse con el desarrollo pleno e inclusivo de las infancias. Por un lado, Maltz (2019a) ha señalado que entiende la ternura como contraposición a una pedagogía de las cosas o de la crueldad, retomando los desarrollos de Segato (2018). También recupera los desarrollos del psicoanalista Ulloa (1988), quien comprende la ternura como una instancia ética, primigenia, compuesta por dos habilidades fundantes para la subjetividad, la empatía y el miramiento, que atienden a la invalidez infantil y constituyen las bases éticas de un sujeto deseante. Así, Maltz (2019a) asume la ternura como un concepto ético y político que pone el acento en la necesidad de resistir la barbarización de los lazos sociales. López (2005), en el texto Didáctica de la ternura, dirigido a docentes de nivel inicial, señala que más que a una teoría de la “enseñanza” debería remitirse en una primera instancia a una teoría del “vínculo”, ya que allí acontece ese miramiento y empatía que cuenta con atribuciones propias de la función de paternar y maternar, esto es, envolver y cuidar en tanto instancias fundantes de la subjetividad. Por su parte, Mendoza (s/f) recupera la pedagogía del cuidado y la ternura como elementos que justifican el hacer docente, constituyendo un actuar muy unido a acciones que se dirigen al que sufre, para ayudarle, aliviarle, consolarle, etc., de manera tal que este tipo de afecto supone una atracción por lo que está desvalido, buscando brindarle protección y amparo para quedarnos en una “proximidad” auténtica y generosa, donativa y animadora de otras vidas.

La postura que aquí reseñamos ofrece mandatos e impulsa posicionamientos docentes comprometidos con niños y adolescentes en su etapa de formación, donde la educación es entendida como una práctica de cuidado afectiva, donde la construcción del vínculo, desde la mirada y la empatía, son pilares; por lo cual, no se ancla en actividades y consignas de carácter didáctico o pedagógico. El énfasis está en darle forma a una afectividad docente que resultaría clave para el desarrollo integral de los sujetos estudiantiles -y para el acompañamiento de las familias en el caso del nivel inicial-.

En las distintas expresiones de esta narrativa encontramos matices y derivas asociadas a la construcción de vínculos según el nivel educativo en el que se desempeñan las y los docentes interpelados. Por un lado, quienes trabajan en el nivel inicial con niños que están en un proceso incipiente de conformación subjetiva, que posiciona a las familias como eslabones centrales en el proceso de reconstitución del entramado social, a la vez que se articula con cierta tradición, en la que la disposición al cuidado de los más chicos se vincula con la crianza, asociada persistentemente con el amor maternal, el amor hacia las infancias, a la vez que a un mayor espacio de intimidad y encuentro. En un segundo caso, se interpela a quienes trabajan con adolescentes y jóvenes que sufren las consecuencias de sociedades desiguales; ese estudiante genérico que se enuncia pareciera ser un adolescente o joven que atraviesa procesos de inferiorización y baja estima personal provocados por experiencias de dolor social, que conducen a una vida sin sentido que encuentra en la violencia su forma de expresión. El punto de partida aquí es un escenario macro -sociedades desiguales, crueles e individualistas- que cercena las posibilidades de los sujetos por su poder desubjetivante, interpelando a los y las docentes a dar respuestas a ese dolor social que los afecta, diluyendo en ciertos casos las mediaciones escolares institucionales y con el foco circunscripto principalmente en el vínculo.

El rasgo esencial de la labor docente sería entonces la generación de un vínculo reparador, al cual se supeditan otros anclajes escolares, así como las prácticas de enseñanza. De esta manera, la transmisión cultural y la construcción de capacidades pareciera resolverse a través de la construcción de recursos afectivos que fortalecen la estima personal y que curan virtuosamente las heridas y el sufrimiento. Pero el riesgo principal de esta exacerbación de la afectividad es el hecho de que el vínculo afectivo se vuelva un fin en sí mismo. Queda al descubierto cuando el paradigma de la justicia educativa (Lynch y Baker, 2005) se reduce a la igualación de reconocimiento y de amor, dejando en la opacidad el resto de las dimensiones necesarias para alcanzar la “igualdad de condición” de los alumnos, como son la igualación de recursos educativos y materiales (capital económico, social y cultural), la reducción de los diferenciales de poder y el aprendizaje comprometido y placentero.

De esta forma, podríamos estar en una reedición de la dicotomía redistribución versus reconocimiento (Honneth y Fraser, 2006), centrándose en este último polo, sin problematizar la provisión de recursos culturales, intelectuales y cognitivos que solo la escuela podría brindarles a quienes acumulan mayores desventajas. Poner en primer plano solo la generación de vínculos gratificantes, de reconocimiento y hospitalidad, conlleva el riesgo de rendirse en la tarea de desafiar los mecanismos de reproducción de desigualdades propiamente educativas, ya que “si bien resulta imperioso edificar las bases para la construcción simbólica y subjetiva de cada estudiante, es preciso no perder de vista qué sucede con el acceso a los saberes y bienes simbólicos” (Nobile, 2023, p. 7).

CONCLUSIONES: CONTACTOS Y CONTRAPUNTOS ENTRE NARRATIVAS

La reconstrucción de las narrativas que se disputan el imaginario educativo en torno a las emociones y los afectos en la escuela permite identificar puntos de encuentro entre ellas, aunque luego, sus derivas posteriores las conduzcan por caminos dispares y, en algunos casos, de abierta competencia entre sí.

El punto de partida de las tres narrativas es la afirmación de que hasta la actualidad ha prevalecido una escuela racionalista, que priorizaba la transmisión de contenidos en el marco de una cultura académica que desatendía el papel de las emociones y afectos en la escuela, situación que resulta negativa para los sujetos que transitan por ella. En este sentido, podemos decir que el clima de época las atraviesa por igual, en tanto emocionalización del mundo contemporáneo. Aunque luego sí acontece una diferenciación entre ellas relacionada con el tipo de concepción acerca de las emociones y los afectos, sus causas y la forma en que deben ser abordadas, así como las características otorgadas a los vínculos pedagógicos y sociales, que señalamos en el desarrollo de cada una de las narrativas.

Todas ellas proponen que la institución escolar se consolide como un espacio donde se hable de las emociones, se las escuche, se las modele, promoviendo su identificación y nominación, para lograr un grado mayor de representatividad de los sentimientos, que se vuelvan transparentes. La verbalización habilita la elaboración de estas emociones -como forma provechosa para la convivencia- al tiempo que contribuye y simplifica la interpretación que las y los docentes hacen de ellas. De esta manera, las tres están atravesadas por un trasfondo de inspiración psicológica, que busca la salud y el fortalecimiento individual, donde el espectro va de la racionalización e instrumentalización de corte conductista que la psicología positiva y las neurociencias proponen, hacia otra versión más psicoanalítica que propende hacia la humanización. En base a estas diferencias, la iniciativa de “trabajar las emociones en la escuela” decanta posteriormente en un continuum de propuestas que impulsan la curricularización de las emociones, su tranversalización por medio de la ESI como garantía de derechos hasta su problematización para fortalecer el posicionamiento y la reflexividad de las y los docentes.

Asimismo, no son solo las y los estudiantes quienes tienen que ser sujetos de la exposición y relato acerca de sus sentimientos, sino que se demanda a las y los docentes un trabajo sobre sí que profundice su autoconocimiento. De lo contrario, se vuelve más dificultosa la ayuda que puedan ofrecerle a sus estudiantes. Si ellos no encuentran una forma de expresión de sus emociones, no las conocen, difícilmente podrían enseñar cómo hacerlo. Por tanto, la realización de un trabajo emocional (Hochschild, 2008) propio se va instalando como condición previa de la tarea docente.

Por último, resulta transversal a todas las narrativas el otorgamiento de una valencia positiva a las emociones, consignándoles un alto potencial para la resolución de problemáticas que atraviesan a las escuelas. De esta forma, permitirían afrontar y dar cabida a una variedad de expresiones de la conflictividad escolar. En algunos casos, de corte más individual -evitar la droga, los suicidios, las autolesiones, etc.-, mientras que en otros se pone el foco en la convivencia con otros. También impera una mirada preventiva, por ejemplo, contra situaciones de abuso en el caso de la narrativa que valora la afectividad en un marco de derechos.

A su vez, esta valencia positiva que se otorga a las emociones en estas narrativas las distancia de los estudios sociales acerca de los afectos y las emociones. La sociología de las emociones y el giro afectivo se proponen comprender y analizar los sentidos que asumen las experiencias afectivas, lo que las emociones “hacen” -para retomar la expresión de Ahmed (2015)-, sin por ello promover un direccionamiento ni uso instrumental de ellas. A su vez, una idealización de las emociones desde el pensamiento crítico, también se presenta como problemático cuando termina convirtiéndose en el “resultado” preferido de la enseñanza (Ahmed, 2015).

La amplia difusión que tienen las iniciativas de EE, así como la transmisión en forma de “recetas” que serían de simple implementación, le otorgan una ventaja comparativa respecto al resto de las narrativas, ya que otorga respuestas rápidas y de corto plazo. Aquella que se propone la valoración de la afectividad cuenta con el respaldo de una política pública como la ESI, pero al ser un punto de disputa entre grupos con diferentes miradas acerca de cómo debe abordarse y vivir la sexualidad en la escuela, lleva a que su avance sea dispar -sufra vaivenes- y que muchas veces su implementación se camufle a través del uso de materiales más propios de la EE.

Tanto en la EE como en la narrativa humanizadora se observa una exacerbación del lenguaje emocional. En la primera adjetivando todo como emocional, en la otra, apelando a una familia de palabras que reversionan y recuperan la narrativa sentimental que ha modelado la docencia en Argentina. Se sobrevalora la disposición emocional docente sobre otras habilidades vinculadas a la enseñanza, desde un lugar que roza el voluntarismo. En otros casos, especialmente en la narrativa que valora la afectividad y el cuidado desde el enfoque de derechos, los marcos institucionales y el trabajo en articulación se antepone a la idea de un maestro que individualmente logra cambios por su forma de ser o estar en el aula.

Es un hecho que la contemporaneidad abona a la inclusión de las emociones en la escuela como elemento constitutivo del acto educativo, tanto por lo que significa en términos de construcción del vínculo pedagógico y contexto de aprendizaje como en lo referido a pensar la escuela como una institución que reconoce y garantiza derechos. Este desafío presenta complejidades que una respuesta monolítica no puede brindar. El análisis realizado se propuso observar semejanzas y potencialidades, así como alertar sobre los riesgos de cada una de las narrativas, a sabiendas de que, en la puesta en práctica en la cotidianeidad altamente compleja de las aulas, las emociones se abordan de modos más heterogéneos y contingentes que como cada narrativa promueve.

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Notas

1 Las otras dimensiones o ejes conceptuales de la ESI son: Ejercer nuestros derechos, cuidar y conocer el cuerpo y la salud, reconocer la perspectiva de género y respetar la diversidad.
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